La noche que en el Sur lo velaron
A Letizia Álvarez de Toledo
Hay cosas contra las que la muerte no puede hacer nada. La buena vida es la que deja a la muerte perpleja, la que la rebaja a la condición de fantasma a los ojos de un descreído. De la mucha educación que recibimos a lo largo de los años hay escasa pedagogía para prepararnos a morir bien. Tampoco contribuye la construcción judeocristiana del pecado y de la falta, artilugios morales que aplazan o anulan una cierta visión lúdica de la muerte. La figura con la guadaña de la viñeta (estupenda) de Okada ilustra el modo en que uno entiende estos asuntos. Vamos pensando en que esto tiene un fin pero no es el nuestro. Somos eternos mientras vivimos, quizá deberíamos pensar. Vamos (en este hilo un poco fúnebre hoy de las cosas) afinando la melodía del adiós e incluso preparando el contenido de ese equipaje con el que queremos partir. Y ojalá dejemos a la muerte perpleja, tocada por el asombro de vernos ufanos y mansos, viviendo por encima de cualquier otra consideración, a espaldas de todas las palabras mortuorias que nos van contando en vida y que casi nunca nos escoltan bien hacia la muerte. Quien no valora la muerte no da aprecio a la vida, se puede pensar también. Cioran, que no era precisamente la alegría de la huerta, lamentaba que la civilización occidental hubiese escamoteado siempre al cadáver. La filosofía se ha erigido casi en exclusividad a dar con un modo de entender el tiempo. El Arte se ha valido de ella para edificar magníficos monumentos de la sensibilidad y de la inteligencia, de la belleza plástica de la partida, pero siempre se escabulle un toque liviano. Todo es tragedia y demolición. La religión es un mecanismo falible de anuencia ante su comparecencia. Toda ella está organizada alrededor de la muerte. Nosotros nos atrevemos de cuando en cuando a perderle un poco el respeto y esperamos, en el mejor de los casos, que su abrazo nos pille desprevenidos, ajenos, amarrados al vivir. Jocosamente, uno recuerda la petición de cómo querría morir el enano Lannister de Juego de tronos. Mi padre murió en la plácida residencia del sueño. La vida se rescinde en él con mayor ligereza. Ella misma es un sueño. Eso nos contaron los poetas. Al menos esa liviandad un poco osada queda bien en la cháchara del bar. En mi tierra, en Córdoba, en los velatorios, se esmeran los deudos en extraer el mejor humor. Quien los conoce, sabe que no hay ninguno que se precie en donde no caiga un buen chiste o una chanza sobre la inaplazable parca: quien va a un entierro y no bebe vino el suyo viene en camino. La vida no es más que una broma, cantaba Dylan en All along the watchtower, y los príncipes vigilaban el camino a lo largo de la atalaya.
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