Uno no sabe nunca a qué atenerse, ni tal vez convenga posicionarse siempre, dar con el lugar que nos pertenece y actuar desde ahí en consecuencia. No se encomienda a la razón pura o confía en el corazón bastardo. No sabe tampoco si hay que mirar la realidad de una manera o de otra o vale la que surja y lo que se piense nada más ocuparse en ella. Si observarla con los ojos del alma, que es una zona impresionable, acostumbrada a que le dejen perpleja desde tiempos inmemoriales o si aplicar un filtro cartesiano. En la perplejidad el misterio encuentra su abono idóneo. De lo que no entendemos no podemos hablar.
Podemos acudir a la fe para hacer que el bosque no nos aturda cuando lo trasegamos. Podemos entregar a la ciencia el trabajo de su travesía. El que profesa la fe y la ejerce en su obrar diario (quién hará eso) razona que incluso las cosas espirituales deben airearse con esplendor cromático, con la pompa suma, con el artificio más excelso, con abundancia de esa rara dignidad que a veces porta lo que no se comprende. Por eso la Iglesia, vieja y sabia, superviviente a guerras y a la demolición de imperios, saca a la calle sus tesoros: el rojo imponente, el negro severo, la ristra sumisa de lacayos, la opulencia de sus fastos, la representación de la divinidad en la tierra.
Las grandes catedrales confunden al descreído y lo sumen en la conciencia de una divinidad,, ganan a su causa al iniciado y confirman la rendición del creyente puro. La curia sabe de los instrumentos con los que sacar lo catedralicio a las calles, tienen el protocolo de la instrucción del esplendor. Pienso si quizá no fuese mejor dejar los temblores del espíritu en los adentros de cada uno, si Dios no entablará un diálogo más fluido y cercano si quien le habla lo hace desde la intimidad desnuda de su corazón y no arrojado a estos festejos más en sintonía con la suntuosidad de los reyes que en la comisión sencilla de la fe. Se busca que los sentidos se conmocionen, que una perturbación los postre ante lo sobrenatural. Nada que no aliente la literatura, que también posee sus fastos, desplegados con la intención de arrobo y de perplejidad.
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