2.5.24

Los fastos

 






Uno no sabe nunca a qué atenerse, ni tal vez convenga posicionarse siempre, dar con el lugar que nos pertenece y actuar desde ahí en consecuencia. No se encomienda a la razón pura o confía en el corazón bastardo. No sabe tampoco si hay que mirar la realidad de una manera o de otra o vale la que surja y lo que se piense nada más ocuparse en ella. Si observarla con los ojos del alma, que es una zona impresionable, acostumbrada a que le dejen perpleja desde tiempos inmemoriales o si aplicar un filtro cartesiano. En la perplejidad el misterio encuentra su abono idóneo. De lo que no entendemos no podemos hablar. 

Podemos acudir a la fe para hacer que el bosque no nos aturda cuando lo trasegamos. Podemos entregar a la ciencia el trabajo de su travesía. El que profesa la fe y la ejerce en su obrar diario (quién hará eso) razona que incluso las cosas espirituales deben airearse con esplendor cromático, con la pompa suma, con el artificio más excelso, con abundancia de esa rara dignidad que a veces porta lo que no se comprende. Por eso la Iglesia, vieja y sabia, superviviente a guerras y a la demolición de imperios, saca a la calle sus tesoros: el rojo imponente, el negro severo, la ristra sumisa de lacayos, la opulencia de sus fastos, la representación de la divinidad en la tierra.

Las grandes catedrales confunden al descreído y lo sumen en la conciencia de una divinidad,, ganan a su causa al iniciado y confirman la rendición del creyente puro. La curia sabe de los instrumentos con los que sacar lo catedralicio a las calles, tienen el protocolo de la instrucción del esplendor. Pienso si quizá no fuese mejor dejar los temblores del espíritu en los adentros de cada uno, si Dios no entablará un diálogo más fluido y cercano si quien le habla lo hace desde la intimidad desnuda de su corazón y no arrojado a estos festejos más en sintonía con la suntuosidad de los reyes que en la comisión sencilla de la fe. Se busca que los sentidos se conmocionen, que una perturbación los postre ante lo sobrenatural. Nada que no aliente la literatura, que también posee sus fastos, desplegados con la intención de arrobo y de perplejidad. 

Tal vez sea así como funcionan las cosas del espíritu: por comparecencia de la magnificencia, por mera revelación de su honda verdad sensible. A Dios, caso de que indague en la sustancia de estas manifestaciones, se le ocurriría que no es incumbencia suya la teatralidad de los hombres, razono. No se sabrá si ese Dios, allá arriba con su Gran Ojo, en su quietud eterna, en su altura inmarcesible, mirará a otro lado igual que yo, aquí abajo con mi Pequeño Ojo, en mi tiniebla perecedera, en mi bajura marchita, miraré con aprobación y aplauso o apartaré la vista y sancionaré la imagen, sin saber a qué atenerme, si a la razón o a su fantasma, si al hermoso territorio de la metáfora (que tiene un fondo de engaño y de prestidigitación óptica) o al rutinario (yo lo sé y bien que lo lamento a veces) territorio de la razón, de lo que sabemos y lo que nos está permitido hablar. Si ellos pueden salir y mostrar su imaginería, sus vestiduras y la danza de sus símbolos, yo estoy también legitimado a mostrar mi pensar y sacar a la calle mi incertidumbre. Si le preguntara al obispo Cañizares el porqué de toda esa aparatosidad textil, respondería con la voz de una catedral, hablaría con el eco de lo inabarcable y de lo imperecedero. Hasta el papa Pablo VI desaconsejó el uso de la capa magna en los eventos públicos de su Iglesia. Debió pensar en la humildad, en el recato de las formas, en la sublimación del espíritu por la intendencia de la fe, no por la exuberancia ni por la ostentación de sus oropeles. 

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