26.5.24

La memoria de los libros


Distraídamente el lector va abandonando entre los libros billetes de autobús, servilletas, antiguas fotografías, listas de la compra, tickets de parking, comprobantes de cajero automático y hasta pequeñas facturas domésticas. No importa el género en que los aloje, no tiene quien lee un propósito que fragüe esa tenencia voluble de los libros. Ni habrá que indagar en los motivos para que esos papeles ocupen sus páginas. Funcionarían a modo de marcapáginas, señalarían el lugar desde donde retomar la lectura o, cuando se demorara en demasía ese regreso, el punto fúnebre, la evidencia de un abandono, la cruz señalando un túmulo.

 Un día decide ese lector abrir todos esos libros, sacudir su solemne vigilia vertical y hacer estricto balance de todos los cuerpos extraños que custodian. Ahí es donde se va dando cuenta de su biografía, que es caótica al modo en que lo son las cosas que no comprendemos. Se dispone a poner en claro lo turbio, en administrar la herencia de recuerdos que el azar ha confiscado al olvido y que de pronto ha sido reclamada. Entonces aparece la turbación melancólica de la novia antigua e irrelevante y el leve patetismo de la vida crápula en la universidad cuando todavía no había muerto su padre ni había encontrado el amor ni traído hijos al mundo.

 Los libros tutelan esa confesión de que hemos vivido, celan la memoria falible. La guardan sin pedir nada a cambio. Tal vez infinitamente y quizá como si lo que vamos dejando entre sus páginas hubiese sido pensando o fabricado para terminar allí y convenir un diario. Como si los billetes de autobús, las servilletas, los tickets de parking, los comprobantes de cajero automático y las pequeñas facturas domésticas significaran algo más de lo que manifiestamente significan. Como si contaran nuestra vida con mayor desparpajo y contundencia narrativa. Como si una vida cupiese en esos papeles fragilísimos. Ejercen esa labor secreta, confían al azar la remisión de la memoria, que es una criatura de tornadiza comparecencia y se torna olvido con veleidoso capricho  

Y sabemos, a pesar de todo, que una vida cabe incluso en un verso. Porque lo que van macerando los días son tramas librescas, episodios de una novela oculta, asuntos épicos, frívolos, divertidos, solemnes, lúbricos o luctuosos. De todos ellos se abastece el cuerpo de esa novela, en todos se maneja y a todos concierne. A mi padre le daba por meter estampas de santos en las páginas de sus libros. En una biblia gigantesca que andaba por casa estaba el albarán de compra, los plazos de su abono. Podía pesar sus buenos cuatro kilos. Hasta la fe exige su peaje pecuniario. En un antología de poemas de Cavafis que compré en una librería pequeñita cerca de mi facultad decidí alojar un billete de mil pesetas. Estará en cualquier de ellos, todos valdrían, ninguno incluso. Hice del libro una improvisada hucha, una especie de reserva monetaria para los tiempos duros en los que anduviera necesitado de fondos para mis devaneos de pub en los fines de semana. Uno de estos días buscaré en ese fondo invisible alguna fotografía de la niñez. Al verla, sabré lo que ahora ignoro. 

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