6.5.24

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1
Siempre sostuve que la literatura nos procura el privilegio de asistir al sobrio o al festivo y a veces al miserable espectáculo de las vidas ajenas. Uno ve cómo Ana Karerina se arroja a las vías del tren o cómo Humbert Humbert se desquicia al prendarse de una nínfula doméstica. Tolstoi y Nabokov crean básicamente un escenario en donde la tragedia de lo humano cobra dimensiones universales. Los devaneos sentimentales del talludito H.H. ofrecen al voyeur profesional (todo lector lo es) las mismas frivolidades y los mismos episodios dramáticos a los que acuden los nauseabundos programas rosa de la televisión, pero envueltos en una manta soberbia de profundidad psicológica, tesón narrativo y belleza plástica tan asombrosos que el lector, el que accede a esa información encriptada, se siente destinatario plenipotenciario, único receptor de la obra de arte. Así procede la literatura, así el cine o así la visión mayúscula de una catedral o de un corazón arruinado por la turbia narración de la sangre. 

En el cine, el espectador se arrebuja en la butaca y consiente que la historia le narcotice. Hay un encantamiento, un arrobo. La mejor película es la que niega la realidad del que la observa. Se trataría, en el fondo, de involucrarlo al punto de que durante la proyección nada ajeno a la historia pueda afectarle. Por eso hace muchos años que este cronista de sus vicios no ve cine en televisión, bastardo de anuncios, interrumpido en el momento justo en que Norman Bates, transfigurado en madre, retira la cortina, cuchillo en ristre, con malísimas intenciones. Ningún impedimento va a secuestrar mi atención. Por eso pago religiosamente la cuota de cine digital o por eso engordo sin prejuicios ni miramientos económicos la estantería en donde alojo DVD's gloriosos, ratos de evasión pura, vida dentro de la vida. 

2
Anoche vi de nuevo Forajidos (The killers, 1946), la obra maestra de Robert Siodmak. Sentí que la historia no trata de la venganza ni de la ambición sino del arte mismo de contar historias, de cómo la narración, fracturada en flashbacks, rota en múltiples tramas y tiempos y escenarios, nos invita a que le otorguemos precisamente a ese tiempo y a ese espacio la misma trascendencia narrativa que a los personajes, que participan en la revelación del enigma de la muerte de El sueco. Siodmak consideraba al cine mudo “el apogeo del séptimo arte”: todo se confía a la elocuencia de la imagen. Con todo, hay un prodigioso guion, que firma Anthony Veiller y, apócrifamente, John Huston y Richard Brooks, adaptando un cuento corto de Ernst Hemingway. 

 Al modo en que Woody Allen escribía su Rosa púrpura del Cairo, Siodmak consigue (magistralmente) que sintamos, como H.H. en Lolita, el aliento de la inspiración, el dolor de la pérdida, el sentimiento inexcusable de la piedad. Leí hace algún tiempo que John Ford jamás presentó a sus indios de Monument Valley como individuos oprimidos o como pacientes víctimas del progreso (ese es el triunfo del western como género). Ford decía que los indios "eran una fuerza de la naturaleza". Como el que filma un mar desbocado. Como el que registra el viento agitando la cebada. La literatura (el cine) es el arte de domesticar esa fuerza. Lo que verdaderamente trasciende es la necesidad pura (sin domesticar, sin mercantilizar) de que alguien nos cuente una historia que estemos dispuestos a escuchar. Entonces somos otros, nos perdemos, dejamos de ser los que mecánica y huecamente somos y nos convertimos en seres alados, en gozosos pájaros, en festejo puro con un arnés de fantasía.

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