Hay quien sostiene que la felicidad consiste en no tener conciencia de que se tenga o no; quien, cuando el azar o la tenacidad la brinda, piensa en ella sin excesivo empeño, como algo fugaz, de apenas asiento, sin que le turbe, ni lo esclavice. Conozco gente feliz. No se advierte que flaqueen, no hay resquicios visibles que evidencien un roto por donde se escape esa felicidad con la que se visten. Desde afuera, uno aprecia esa especie de exaltado estado del ánimo, esa visión absoluta que quizá ni ellos mismos son capaces de aplicarse. También gente que no parecen haber sido felices en su vida. En esos infelices vence la idea de que no hay modo de contentarlos, de que no hay con qué agasajarlos para que sonrían o miren con alegría, contentos, hospitalarios consigo mismos. Es un asunto extraño el de la felicidad, sin duda. Si me pregunta si soy feliz, no podría responder certeramente. Si no me lo cuestionan, entra en lo posible que sí lo sea. Como la famosa cuestión de qué es el tiempo. No hay día en que no piense en esa gente feliz, en contarles lo que se ve desde afuera, aunque ellos descrean y no atiendan a lo que yo de verdad siento, pero no doy con la manera sin que se sientan incómodos, abrumados por argumentos a los que tampoco dan un crédito fiable. A la reversa, podría suceder que ellos se ocuparan de mí, pensaran si soy feliz y sacaran la extraordinaria conclusión de que lo soy de un modo irreprochable. De esos amigos felices que tengo tal vez alguno crea que me guía el afecto sincero o que me ciegan los años compartidos, las conversaciones abandonadas en las barras de los bares, los paseos volviendo al barrio. Ahora son otros tiempos y ya no vivimos en ese barrio. Es uno quien cambia, no los tiempos. La infancia es la única patria, dijo alguien. Lo es hasta el hartazgo. Se echa la vista atrás y encontramos el mapa de esa felicidad precaria, cálida, inasequible al desaliento, forjada en fuego y en barro y en sábados enormes en la plaza, dándole a la pelota, corriendo de un lado a otro como si el mundo hubiese anunciado su finiquito.
Todo queda ciertamente lejos ahora: lo mitificamos a nuestro antojo, le concedemos el rango metafísico de los paraísos perdidos: cuente el buen lector la niñez o la adolescencia, repase ese paraíso suyo, las calles en las que se forjó la épica más noble del ser humano, la de los juegos y la de la pereza, donde se echó el ojo al primer amor o donde, por obra siempre de la fortuna, se malogró ese enamoriscamiento y se vertieron las primeras maravillosas lágrimas o se dio el beso primero, ése que nunca tuvo rival, por muchos que se dieran más tarde, por muy trabajados y procaces que fueran. La felicidad de la que hablo no es un asunto baladí: de ella depende en gran medida el sostenimiento de todas las posibles felicidades futuras. Estoy con quienes ven en la construcción de una infancia feliz la antesala de una edad adulta no excesivamente malograda. Creo con firmeza en la limpieza moral de los años en los que la moral no es carga alguna y vive uno libre, desprejuiciado, cogiendo esto y aquello, sin pensar en el mal que se causa o en el bien que esos actos conllevan.
La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, la adolescencia mineral y primitiva, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Se tiene de ella un regusto maravilloso de felicidad absoluta, un poco tonta y despreocupada, traviesa y pura. Está la locura y está la cordura. A veces conviene que se desquicie la mirada o que se impregne de lujuria. Se regresa sin esfuerzo, está a mano la rutina, el gris de las cosas que ya hemos visto, pero lo que dura en la memoria son los atrevimientos, esa osadía de pareja recién casada que prueba a girar sin pensar en nada más, sin que nada les ate, ni les frene. El mundo es de ellos mientras giran. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Al corazón lo violenta el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay vida más allá, ni escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. La memoria tan blanda. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria, no ha aprendido mucho. Debería existir una posibilidad de volver allá, pero es bueno que no la haya. La infancia no se abandona nunca. A veces permitimos que salga, dejamos que pasee alrededor nuestra, haciendo el tonto, dando brincos. Es entonces, si acude, cuando creemos estar en un sábado de hace muchos años, corriendo de un lado a otro, creyendo que no hay nada afuera que tenga más importancia que el juego en el que estamos y giramos en una atracción de feria y el mundo gira con nosotros y sentimos que no podemos contener la gana de reír. Algo así como el amor o como si siempre fuese uno de esos sábados gloriosos.
La infancia es la irrealidad. Luego se le afinca la adolescencia, la adolescencia mineral y primitiva, que no deja de ser un florecimiento orgánico, un brotar asilvestrado de todas las cosas, las del pensamiento y también las del cuerpo que acoge a lo pensado. Se tiene de ella un regusto maravilloso de felicidad absoluta, un poco tonta y despreocupada, traviesa y pura. Está la locura y está la cordura. A veces conviene que se desquicie la mirada o que se impregne de lujuria. Se regresa sin esfuerzo, está a mano la rutina, el gris de las cosas que ya hemos visto, pero lo que dura en la memoria son los atrevimientos, esa osadía de pareja recién casada que prueba a girar sin pensar en nada más, sin que nada les ate, ni les frene. El mundo es de ellos mientras giran. La edad adulta exige siempre peajes muy altos. No se sale nunca indemne de ir creciendo. Al corazón lo violenta el aire incluso, el aire turbado por la fatalidad, comido de prisas que no precisamos, íntimamente convencido de que no hay vida más allá, ni escapatoria. El corazón tan duro, desmemoriado, sin signos de izado. La memoria tan blanda. El que no recuerda los años de la niñez, la fiebre de los juegos, el vértigo fabuloso de los cacharros de feria, no ha aprendido mucho. Debería existir una posibilidad de volver allá, pero es bueno que no la haya. La infancia no se abandona nunca. A veces permitimos que salga, dejamos que pasee alrededor nuestra, haciendo el tonto, dando brincos. Es entonces, si acude, cuando creemos estar en un sábado de hace muchos años, corriendo de un lado a otro, creyendo que no hay nada afuera que tenga más importancia que el juego en el que estamos y giramos en una atracción de feria y el mundo gira con nosotros y sentimos que no podemos contener la gana de reír. Algo así como el amor o como si siempre fuese uno de esos sábados gloriosos.
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