25.5.20

El ruido






Hay que oponerse a algo. No podemos permanecer impasibles, no sentir que nos hierve la sangre de cuando en cuando. Me lo dijo anoche K.. Más que saber con quién se está cuenta a veces saber con quién no, me dijo. Dice más de uno mismo cuanto nos es ajeno que cuanto es propio. Funcionamos por descartes. Si al final voy rechazando una cosa y otra y otra, tendré una última que sea la mía. Por simple reducción. Contra la renuncia en el ánimo, la enfermedad de la pereza o la irrupción del pudor, cabe el entusiasmo, desfondarse, exhibirse, dar de uno la medida de su fiereza. Podemos purgar el escrutinio de las cosas a las que nos oponemos y elegir una sola y aplicar toda nuestra facultad combativa en ella. Si una vez ocupado en esa briega la satisfacción es precaria, cabe esgrimir otra. Importa poco que se escore de la primaria o que se le oponga frontalmente. En una manifestación, pongo por caso, no se piden credenciales, un expediente activista fiable, sino la presencia, la capacidad de vociferar o de atrincherarse. Se puede virar en el criterio, abrazar sin doblez lo que antes detestábamos con encono si hay convicción en el desempeño de esa mudanza. Podemos salir a la calle y enarbolar banderas o desplegar consignas. Podemos concedernos esa propiedad de la libertad, recogida en los mandatos constitucionales, consistente en opinar, pese a que lo opinado contravenga el decir ajeno, faltaría más. Podemos sentir orgullo por esa sobrevenida ansia reivindicativa, pero hay límites, dónde no los hay. La línea roja (o negra, más hostilmente) se traza en el discurso del respeto, en evitar la ofensa, en cuidar en todo momento cierto protocolo profiláctico en el que no procede que se violente la armonía y se vulnere la dignidad de quien no acude o no se afilie al recado de ir y de postularse. No hay ruido que reemplace un buen puñado de argumentos. Ninguno. Lo del ruido no es ejercicio en el que concurra un solo bando. Todos recurren a él para alardear de su oposición al sistema, al gobierno o al modo de vida que mantenemos. Todo lo que no se parece a mí me perjudica, vienen a decir algunos. Cuando el ruido habla por nosotros tal vez suceda que no tengamos otra vía en la que confiar para expresarnos. El ruido es la oratoria de quien carece de ella. El ruido no tiene profilaxis. El ruido no tiene nada por dentro. En cierto modo, manifestarse es también llegar sin delicadeza al destino al que la delicadeza no alcanza. Gritar es una manera de sustituir al susurro, que es pieza de más complicada factura moral y fonética. Todas las manifestaciones son legítimas, todas las manifestaciones evidencian un malestar, pero no todas las manifestaciones respetan el espacio jurídico que se les arbitra. La idea de que un pastor guía un rebaño y lo pone a pastar allá donde crece el pasto que más le conviene no es exportable a todos los pastores y a todos los rebaños. Hay quien se arroga el rol de pastor, aunque lleve la vestidura de rebaño. Hay quien se entrega a ciegas y únicamente aspira a sentir el arrobo de la multitud, su gracia metafísica, la sensación de que está integrado. No sé si es mejor ser apocalíptico. Eco dejó esa dicotomía bien trazada. O eres del ruido o eres del susurro. Estos días permiten que cada uno escoja a qué melodía acogerse, con qué sentirse representado. También no adherirse a uno, no explicarse, no sentirse obligado a dar de uno mismo la opinión que tal vez no se nos solicita. En estos tiempos pandémicos, hay tantos políticos de bazar como virólogos de taberna. Yo habré sido el uno y el otro en alguna ocasión en la que me haya despistado o envalentonado. Quién no cae en ocasiones en lo que critica. Me he acordado, conforme escribía, de mi amigo M.A.. Venía a decir que manifestarse es un acto de amor. No había manifa que se perdiera. Todas eran dignas de su entusiasmo. Le preguntaré si ha cogido cacerolas o se ha montado en coches recientemente. Si es de un bando o de otro. Hace mucho que no sé por dónde anda. 


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