16.5.20

La vida secreta de las palabras

Se oye con frecuencia la palabra bodrio para nombrar lo mediocre o lo malo, cuanto no tiene calidad. En su origen, el bodrio era una sopa de desechos servida las más de las veces en conventos. La sorbían a manos llenas los mendigos, las clases bajas, el vulgo sin oficio y sin techo, todos a los que la calamidad o la fatalidad habían arrojado al rigor de la intemperie y de la limosna. El cuenco caliente aliviaba el frío y los mendrugos de pan y la escasa legumbre que animaban el caldo confortaban el estómago, que era un cuarto oscuro a donde no entraba nada, puro desconsuelo. Fue brodio antes que el bodrio que ha perdurado y viene del alemán, significando sopa, sin más. Consta el baile de vocales y de consonantes en el correr de las palabras, en su poco asiento en el aire. Los bodrios de ahora no apuntan a la asistencia social, no tienen nada que ver con comedores que reparten un plato de comida, un postre sencillo y un café a los necesitados. Tiene bodrio la contundencia fonética de la que carecen otras palabras que tal vez en su significado profundo perturban o conmueven más. Ha quedado, pues, en la cosa mal hecha, despachada sin alarde alguno, apresurada o confiada a los ingredientes de extracción o inclinación moral más baja. Porque la palabra, en se vértigo de los años o quizá sean siglos, se ha dejado atraer por la cosa moral y dejado de lado la acepción primera, la de la sopa de los desechos para las clases desfavorecidas. Ayer escuché con desaforado asco por quien la pronunciaba bazofia. No pude evitar pensar en el bodrio, he ahí la concomitancia de las palabras, su deseo de matrimoniarse unas con otras para alcanzar un fin de mayor enjundia, aunque no sepamos cuál es. Luego extraje la palabra morralla. Bodrio, bazofia, morralla: un trío espectacular, me dije. No son palabras que se enconen al desuso, como otras, por suerte o por desgracia, no hay consenso en que sea bueno o malo que tales cosas sucedan y las palabras nazcan y mueran como insectos a los que congeló el alma el crudo invierno. Las palabras tienen una vida interior que no es manejable por los académicos que las legislan. Ellos se afanan por darles orden y registro, pero es la calle la que las premia o condena. Palabras que duran un verano y palabras que vienen para quedarse. Se les tiene cierta reticencia a las nuevas, no se dicen a la ligera. A mis alumnos les suelo traer algunas en desuso y las decimos de cuando en cuando, para que al menos su convalecencia tenga una alegría. Decimos ósculo y la repetimos, para rodarla, para que cuaje en la memoria o para que el uso la normalice. Les digo que el ósculo es un beso que se da con respeto y con afecto. Acabará perdida, si no se la convida a la conversación. El bodrio correrá esa suerte, decaerá su manejo, se arrumbará a la colección de vocablos antiguos. Algunas merecen que se las rescate del olvido. Ahí está la preciosidad de holganza, la nebulosa de inconsútil o la brusquedad de chusma. 


El bodrio de ahora es que no se pongan de acuerdo ni para salvarnos del horror que nos cierne. Hablo de vida, no de ideología, entiéndame. Los bodrios son la corrupción, los recortes, la idea de que los que nos gobiernan no saben acometer el desempeño del oficio que les encomendamos. Les da igual todo, no se arredran, no exhiben pudor alguno. Uno diría que hasta presumen de incompetencia. Lo mal hecho, lo desordenado o lo que abiertamente no gusta: ésa es la acepción a la que nos acogemos ahora. España es un bodrio, un plato grande de sopa con algún magro trozo de carne mal guisada o de pan duro. La cocinan, además, sin empeño. No le ponen esmero, no caen en la cuenta de la necesidad que tenemos de comer como Dios manda. Es duro aceptar todo lo que está pasando. Se acepta porque tenemos por aquí una manera de vivir a la que la inconveniencia no le incomoda como a otras. Sabemos sacar cabeza, sabemos ir hacia adelante. Sí, eso es cierto, pero duele. Duele y cansa a la vez. De verdad que cansa este ir a ciegas y no saber si el camino es largo o hemos llegado ya a algún lugar. Sin tener ninguna, en este limbo gubernamental que nos han regalado, no se vive tampoco mal. Hay quien dice que podemos seguir así el tiempo que haga falta. El caldo de la beneficencia, el que se daba a la puerta de los conventos a los desheredados y a los parias de la Historia, ha vuelto, pero ahora está en las redes sociales, en los telediarios, en la prensa, en el parlamento. Bodrio de nuevo. Y éste no calienta, ni conforta, ni llena el estómago cuando el hambre aprieta. Andan a palos, nos toman por tontos, creen que no estamos tomando nota; lo de tomar nota los que puedan; otros, pobres, no podrán. Lo malo (otra cosa mala a añadir) es que no tenemos la certeza de que los que vengan lo hagan mejor y esto funcione. Hay palabras que se invitan solas y prorrumpen con fiereza, aunque no seamos de airearlas mucho. Se cree uno que no volverá a decirlas, pero lo hará. Tenemos la habilidad de acoger con entusiasmo las novedades. Lo de la cuarentena ya no es novedad. Dura más de la cuenta. Esa chusma de bichos inconsútiles, qué a gusto se queda uno cuando junta algunas palabras, aunque no calen, ni prospere su voluntad de queja. 

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