"O bien Dios quiere quitar los males y es incapaz de hacerlo, o puede hacerlo pero no quiere; quizás ni quiere ni puede, o tal vez quiere y puede. Si quiere pero no puede, es débil, lo cual no concuerda con su carácter; si puede pero no quiere, es envidioso, algo que también está en desacuerdo con él; si no quiere ni puede, es tanto débil como envidioso, y por lo tanto no es Dios, pero si quiere y puede, que es lo único que resulta apropiado para Él, ¿de dónde vienen entonces los males?, o ¿por qué no los quita?"
Epicuro de Samos, siglo III a.C.
Lo hermoso de las paradojas, la de Epicuro es fascinante, es que distraen de asuntos de mayor importancia. Te concentran en un delirio verbal, en una especie de limbo en el que la realidad no es nada más que un acertijo y se te ha encomendado descifrarlo, pero la realidad contiene un discurso más hondo, al que a veces hay que procurarle una poda, un ajuste de cuentas que nos haga más felices, no más brillantes, ni más filosóficos. Conozco cientos de argumentos irrelevantes que conmueven mi alma sensible con más fortuna que los altos, hondos y nobles, relevantes todos, que ocupan páginas trascendentes. La metafísica es una distracción para ociosos. Benditos ellos. Me encantan todas las dulces peripecias del espíritu y declino cortesmente las insinuaciones espesas de la cultura, toda esa argamasa fungible con la que se han ido construyendo las civilizaciones. Comprendo, al cabo de los años, que el mundo va a seguir girando sin mi contribución. Que mi trabajo en la tierra es insignificante. En términos muy parcos, he aceptado que no doy más de mí y que todo lo que más placenteramente me entra proviene de la industria de las amenidades, excluyendo de esa nómina las cosas serias, las que arrugan el ceño y predisponen al ánimo al decaimiento. No crean que esa conclusión (no dar más de mí) me ha alegrado las pajarillas. Bien al contrario, he sentido una punzada en el corazón, un quebranto en el cerebro y una aspereza en los labios cuando le he confesado a mi buen amigo K. mi renuncia a entender el mundo, mi alegre matrimonio con los placeres frívolos, mi completa adicción a lo pasajero. Más ahora, más aquí, cuando el mundo se está mirando y los animales campan por las avenidas, aunque la desescalada los esté devolviendo a un confín agreste e invisible.
K. no me ha fallado: me ha mandado a tomar por el culo graciosamente y me ha dicho que mañana, pasado a lo más lejos, vuelvo a los placeres intelectuales, los que adiestran el alma contra los rigores del tiempo, los que te curten por dentro. No haces mal a nadie, Emilio, pero al final el que sale perdiendo eres tú, ha sentenciado hace bien poco, minutos antes de largar esta manifestación bastarda de mis vicios. Inocente se vive mejor, le he contestado. Ensimismado. Embebecido. Fija la mirada en un punto distante, dilucidando la naturaleza de la luz, calculando la gravedad de la fuga. A lo que concluyo con la peregrina idea de que o bien Dios quiere que sea un ser elemental y me inspira para que me esmere en ese propósito o quiere que afine mis sentidos y les encomiende la misión de entender el mundo. No entra en ninguna de esos cálculos que nadie se percate de que haga una cosa u otra. O bien: he aquí el barrunto final de mis cuitas, no hay Dios y nadie vigila mis destemplazas. Nada se puede afirmar con rotundidad sobre nada de lo que hoy he dejado escrito. Ni sobre la certeza de lo que expongo ni sobre el intrascendente (para mí) hecho de que existe o no un Ser que tutela mis desvaríos, vigila mis pasos y me espera allá en lo alto, vivífica y extemporalmente. Dicho lo cual queda en el aire viciado de los bits, amable lector, si en el fondo no estaré ya decantándome por uno de los dos criaturas que me pujan dentro. Seguro que en algún recodo del camino lo he dejado claro. Lo otro es la ocupación de las ciudades por quienes no estaban invitados: es la señal de algo primordial que acabará olvidándose, como todo. Tenemos la memoria frágil, somos alumnos poco aventajados. La didáctica es endeble.
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