2.5.20
La escuela sin escuela
En cierto sentido, sentirnos felices por estar sacando adelante la enseñanza escolar por vías telemáticas es como si nos alegráramos de ver un partido de fútbol por la tele si lo que de verdad deseas es ir al estadio o como si un beso pudiese sustituirse por el texto en el que se instruye al que besa de cómo hacerlo. Todo alborozo resultante de esta nueva pedagogía es abiertamente perverso. En él concurriría la frialdad más dolorosa y la asepsia de un mundo desubicado, una profilaxis recomendable pero desalentadora. La utilidad de esta sobrevenida labor docente no es discutible en términos absolutos, aunque conviene aplicar ciertos matices. El primero al que debemos acudir tiene que ver con los afectos, con las emociones. Las hemos censurado, apartado, confinado. El riesgo derivado de esa amputación no es únicamente el evidente: hay una tendencia a minimizar el caos y eso también pasará factura. También hay una fractura añadida, una de la que tal vez se tardará en salir, si es que alguna vez lo logramos. Es una nueva era, se nos ha empujado a ella, de acuerdo, pero no es la mejor, ni siquiera tiene pinta de que cuando nos adiestremos en su manejo logremos ni de lejos un grado de felicidad parecido al que disponíamos antes de que un ordenador, una tableta o un teléfono reemplazaran a la amorosa sustancia de lo real. En lo que me atañe, echo de menos la cercanía con mis alumnos, ese mapa tupido de miradas y de gestos, en donde la prioridad no es volcar unos contenidos, sino habitar una residencia más humana, más vestida de ternura. Emerge como la misma pandemia que nos devasta el trabajo en casa, toma las riendas de nuestra voluntad, un poco debilitada, insultada, si nos ponemos bruscos. Quizá debiéramos enfurecernos. No se trabaja bien cuando se está enfurecido, se le da un apresto menor a lo que se nos encomienda hacer. Las pantallas son la nueva realidad, llevan tiempo invocando su estatus capital en estos nuevos tiempos, haya en ellos emergencia sanitaria o no.
Lo del coronavirus ha acelerado la irrupción de una convivencia inédita. El bicho cabrón, aparte de llevarse vidas y malograr la economía de una sociedad, ha abiertos muchas brechas. Dice hoy Savater en El País que el estado es un ogro filantrópico. Hace el bien masivo, aunque eso recorte libertades. Habrá más abusos cuando aparezcan con su rúbrica normativa en la cabecera de su discurso. No cabe recurrir ante la autoridad, solo acatar. La retórica de la libertad tiene esos contratiempos. A veces el mal menor es soportable, da igual que debilite nuestro entusiasmo, importa escasamente que nuestra dignidad haya sido vulnerada. Esa carga impositiva, la de enseñar en casa, es un recurso ingrato. A todo se acostumbra uno, en todo encuentra la satisfacción que mueve el corazón de la máquina. No es el mejor de los mundos, pero no hay de momento otro que tengamos a mano y podamos usar a gusto. No hay ningún maestro que se acueste con la conciencia tranquila. La mía está más o menos indemne, sé recurrir a los mecanismos de defensa que he ido procurándome para no caer en la desdicha. Esto de enseñar bajo la sospechosa administración de Google no es bueno en absoluto. Cuento con que la información continuamente vertida en sus discos duros no estará disponible a beneficio de interesados. Hace tiempo que hemos renunciado a la privacidad, no es una cuestión irrumpida novedosamente ahora. Uno de los argumentos más repetidos es el de continuar, a pesar de las trabas. Sí, de acuerdo, no seré yo el que se manifieste en contra de esa exigencia lógica, con qué objeto podría resistirme, hasta cobro a final de mes por mi trabajo, bendito él.
El maestro, el bueno, contagia felicidad. No creo que exista una transmisión de valores, formativos y cívicos, sin que la impregne la emoción de sentirse feliz haciéndolo. El entusiasmo es el combustible de la educación. Sobra decir que esa emoción no está ahora, cómo podría. Educar es conseguir que la voluntad del niño, sus deseos, sus esperanzas, se amolden y se integren con los deseos y las esperanzas de la sociedad en la que está inmerso. Eso de la prosperidad y del mundo mejor que en ocasiones airean los políticos, henchidos de gozo, conscientes de estar diciendo las grandes palabras, no es un milagro, uno de esos prodigios del azar. El mundo, si va hacia un estado mejor del que posee, será por el concurso benefactor de la escuela, que es una especie de gran teatro en el que se mueve el maestro, que es un actor y desempeña todos los matices de la trama, y los alumnos, que son el material sensible, el noble y hermoso y trabajoso material sensible. Se adquieren esas formidables cosas si se van buscando desde edades tempranas, si la escuela, la escuela pública, de esa es de la que hablo, fija en su organigrama un pensamiento inamovible, uno que prime la imaginación, la originalidad, que fomente lo creativo frente a lo predecible, que haga madurar a quien estudia incitándole a confiar en el maravilloso juego que supone el estudio si lo hace con la libertad de la imaginación. Pero la escuela de hoy en día cree que la creatividad es un obstáculo, concibe al creativo como un elemento díscolo, poco o nada integrado en la obediencia debida al profesor. He aprendido que la creatividad abre más puertas que el conocimiento. O que lo uno no puede deslindarse de lo otro, en todo caso. Yo quiero que alguien me explique cómo podremos aplicar la creatividad en el entorno digital. Si alguien sabe cómo, le pide que me instruya. Da igual que lleve casi treinta años trabajando. No sé trabajar sin tener a quien mirar, sin una pizarra de verdad, sin enfadarme o alegrarme cuando toque enfardarse o alegrarse, sin ver la cara de los alumnos cuando entienden algo y, a su mágica manera, te agradecen que hayas sido tú el que les has hecho comprender. Gracias maestro, dicen de vez en cuando. No es necesario que se exprese la gratitud, es nuestro trabajo, pero es la evidencia de que todo está bien engrasado y los agradecidos de ahora serán a los que se les agradezca su trabajo cuando crezcan. Es así de sencillo, no hay más.
Una de las mayores tragedias, de las que no se levanta cabeza con facilidad, es la de no respetar el oficio del magisterio. Se inventan planes, se articulan normativas, se obstinan las mentes del bien pensar en idear un modelo público sostenible, uno que afronta la realidad circundante y prevea la que se cierne. Se hace todo eso, claro que se hace: lo que desbarata las nobles intenciones es la indiferencia de la sociedad hacia la figura del maestro y, por añadidura, hacia el concepto de escuela. Les molesta a algunos que tengamos las vacaciones que se nos conceden o el sueldo que recibimos. Miran con lupa las horas que empleamos. Zanjan airadamente cualquier conversación en la que exista la posibilidad de que el magisterio triunfe como oficio capital, absolutamente relevante y trascendente. Es de idiotas (de muy idiotas, permítaseme ese esfuerzo hiperbólico) depositar en manos de gente a la que, a sus espaldas, cuando no nos oyen o incluso si lo hacen, le encomendamos la formación de nuestros hijos, de todos los hijos disponibles, de los que en adelante ocuparán los hospitales y nos intervendrán en un quirófano o los que se pondrán una toga y defenderán nuestros intereses o los que montarán coches en una cadena de montaje en una fábrica. No hay trabajo que no sea decisivo para que el mundo gire como debe hacerlo. Otro asunto es que nos gane el desánimo y sólo miremos de frente el hoy, esa franja de realidad en la que hocicamos cada mañana. El futuro es de las escuelas como lo ha sido el pasado. Al maestro se le reverencia en Japón, tengo entendido. No hace falta que entremos en ese protocolo, en ese posicionamiento civil. No se busca la heroicidad, no andamos al acecho de que se nos mire como si fuésemos otra cosa distinta a la que somos. Tal vez nos conformamos con poseer la certidumbre de que los demás saben qué responsabilidad manejamos. Que cuando abre la escuela y empiezan las clases se produce un prodigio, un milagro. Debe ser considerado así. Incluso normalizado, sin que nadie crea que hay que endiosar nada, ni que pedimos algo extraordinario, la escuela es un templo en el que los milagros suceden, en la que no dejó de haber milagros desde tiempos de Cicerón, haya bancos vetustos, pizarras a medio caerse, dispositivos digitales de última generación o la sencilla conjunción (mágica casi) del que enseña y del que aprende. Lo hermoso es que el camino es de ida y vuelta.
Qué ganas de volver a la escuela, cuánto la echamos de menos. Este invento vanguardista (qué modernos somos, qué maravilla las plataformas virtuales, qué guay la fibra óptica) es un parche. Da igual que funcione. La prioridad no es avanzar materia, sino emular (desde casa, cada uno en la suya) lo que hemos abandonado, todo lo que se nos arrebató cuando cerraron las escuelas. Aprendemos a sortear los obstáculos, incluso hacemos de tripas corazón (se dice así) para convencernos de que nos las podemos arreglar sin decir buenos días cuando entramos en clase y mandar callar a los más animados. Parece que nos patrocina Silicon Valley, parece que esto es el fin del mundo y estamos intentando apurar las últimas voluntades. Como si no hubiese mañana. Habrá quien difiera, quien se sienta bien, quien se haya hecho a este simulacro de escuela: yo no. Hago lo que puedo (echo más horas de trabajo en casa que las recogidas en mi horario académico) y me acuesto con la extraña sensación de que no va mal y de que, al tiempo, no va bien. Esa paradoja, ese sinvivir. Si esta anomalía docente nos hace pensar en nosotros como docentes y hace que la sociedad (de una puñetera vez) respete, valore y prestigie nuestro trabajo, bendita sea la hora en que el bicho cabrón nos sentó frente a la pantalla y nos conminó a que cambiáramos el chip. El mío se adapta a las circunstancias, transige con ellas, las lleva con ilusionada esperanza. El día en que abramos la escuela será festejado como merece. Los maestros somos la columna vertebral del cuerpo de un país. El futuro al que aspire ese país es cosa nuestra, a nosotros se nos facultó para que gestionáramos esa responsabilidad. La llevamos con orgullo, la hacemos con la mayor de las exigencias, eso que no lo dude nadie. Se está demostrando ahora más que nunca. Igual un día los aplausos de los balcones son para los maestros. No estamos en primera línea de batalla, no se nos expone al contagio, pero el sentido común dice que somos imprescindibles. Ya es hora de que no se nos cuestione tanto. También hora de que exhibamos el orgullo con el que realizamos nuestro trabajo. Escondidos, sin mascarilla ni guantes, en pijama o con ropa cómoda de andar por casa, pero infatigables, responsables, convencidos de que volverá la escuela que amamos.
Adenda:
La foto es de mi escuela, la mía desde que era joven, o sea una vida entera ahí. Es mi casa mi escuela. Ahora más que nunca. A mí me gusta más decir escuela que colegio. El patio estará ahora vacío, como en esta foto. Una escuela vacía es un fracaso de la sociedad entera. Ahora las circunstancias obligan, qué podemos hacer frente a eso, pero tendremos que llenarlas. Voces, carreras, risas. Todo ese ruido maravilloso de la vida cuando nada le impide gritar, correr, reír.
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