Escuela 8.0
De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos consistente. Se muda de una a otra a razón de los tiempos que corran, incurriendo a veces en locas aventuras dictadas por la moda y, también con fatigada frecuencia, cayendo en la costumbre de creer inmejorables las formas de antaño, las que no se dejan convidar por las insinuaciones lúdicas de la época en la que le ha tocado estar. Ni unas ni otras valen por sí mismas, enteras y excluyentes: ni la injerencia masiva de novedades, con la retirada de las técnicas vetustas, las del idealizado pasado, ni la entronización de esa escuela con la que aprendimos los que ahora nos dedicamos a enseñar, con su amor a la memoria, con su heroica (y épica también) apuesta por el conocimiento. De conformidad a esta mudanza en el paradigma educativo, hemos hecho bilingües las áreas que antes se conformaban con el manejo lustroso de la lengua vernácula, tal vez malogrando tres cosas al mismo tiempo: el área en cuestión, el español descartado y el inglés abrazado. Hemos digitalizado la enseñanza al punto de que la mera transmisión analógica de los conocimientos se observa con suspicacia, como si quienes todavía la auspician (maestros de la vieja hornada, escuché hace poco) desoyeran la voz de la calle, el runrún de los tiempos. Hemos declinado la primacía del saber, esa especie de bendita nomenclatura de cosas que poseía la facultad de funcionar como esos links que ahora brincan por la red. Éramos capaces de cartografiar esos datos y extraer una consecuencia, un sentir o una causa que lo hilara todo, de modo que la realidad se comprendía (cada uno a su manera, claro) sin que intermediara un agente externo ocupado en rastrear todos esos datos y rendirlos en milésimas de segundo. El hecho de que esté a nuestro alcance ese buscador universal es algo maravilloso, no hay palabras con las que expresar la gratitud hacia esa herramienta portentosa, pero si la endiosamos, si le encomendamos la resolución de cada pequeña incompetencia que nos asalte, estaremos debilitando (lo hacemos ya, con estimable celeridad) la locuacidad del ingenio, la dulce y bendita propiedad de las palabras.
Imagino que, como casi todo en la vida, esas ideas sobre la escuela van cambiando. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer ese oficio y constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro y la inquietud en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía, que luego (muchas veces) se deshace. No dudo que el maestro digital valora ese don como lo hace el analógico. A ambos les incumbe el propósito firme de iluminar, de guiar, de transmitir, de educar, en definitiva. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos y modela y rehace los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda importancia (o no la tenga en absoluto) quién da el jaque mate. Nadie se apropia de la victoria, no la hay. Es de las pocas cosas en las que se observa un beneficio mutuo. De hecho, aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre pactado y pacífico), suelo despedirme a final de ciclo de los grupos a los que imparto expresando mi deuda o mi agradecimiento. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio, me disculparán el halago propio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos, injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo.
Luego está la inclemente marea de los tiempos. Levantiscos ellos, obstinados en contrariarte. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o festivos. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle, medran en imponencia y en hostilidad: te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, en su ruina pedagógica y, a la postre, vital. Porque no ve uno asidero fiable, casa en la que guarecerse de toda esa tormenta legal y tal vez legitima (somos unos mandados, son otros los que escriben las reglas del juego, que es cada vez más cambiante y descorazonador).
Adenda 1:
Todo no es desaliento ni desamparo. Hay briznas de cordura, la que cada maestro se impone para que prosiga la ilusión, que no se desvanece, ni se difumina por la presión del trabajo. La tiene: uno se envalentona, se erige valladar (qué preciosa palabra) y avanza a ciegas a veces, pero consciente del papel que representa y de la responsabilidad que ha contraído, que es mucha. El de maestro es el mejor trabajo del mundo.
Adenda 2:
Mientras que a la escuela le coloquen el número detrás del punto, aviados andamos. Parece, ya digo que no estoy instruido, que es un artefacto, una maquinaria que precisa sucesivas puestas a punto, reinicios, formateos, limpiado de virus, eliminación de residuos, actualizaciones que acaban por hacer prevalecer la novedad del programa a su efectividad o la necesidad real de que todos esas nuevas nomenclaturas sean las correctas, no lo que (a la vista de lo que hay) parecen, esto es, simulacros, tentativas, huecas estéticas que tan sólo alimentan la ilusión de que son útiles.
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