Cuento las cosas que pensé hacer y a las que no he aplicado atención alguna y me sale una lista enorme que, entre la perplejidad y la vergüenza, decido olvidar y hacer una criba, montar una lista nueva con la que resarcirme y darme una pequeña satisfacción. Dije de ver cien películas y leer cien libros. El confinamiento era idílico, me procuraba el sedentarismo que reclamaban esas altas obligaciones de mi espíritu. En todo caso, a fuerza de improvisar, no me he quedado corto, he probado de aquí y de allá y no es precisamente vacío y arrepentimiento lo que siento. Lo que me pasa es que se me quedan los días cortos. Requieren un arrimo de horas para que cuadre todo lo que les exijo. No he leído la obra completa de Lovecraft, ni he escuchado jazz a diario, pecados veniales que cualquiera podría considerar irrelevantes. No he terminado mi novela (no la acabaré nunca a este paso). No he escrito un libro de sonetos (es un deseo que me urge cada vez más). Escribo y leo, paseo y duermo, fumo y trabajo. A veces esas actividades se entremezclan y acudo a ellas sin haber escrito lo suficiente o leído lo suficiente o paseado lo suficiente, en ese plan un poco estresante, ya lo sé. Mi amigo Manolo decía que la verdadera aventura era la del orden. Se puso serio con esas cosas cuando lo prendió la enfermedad. Ahí entendió el placer de empezar algo y no cejar hasta que acabara. Saber dónde está cada cosa cuando se la necesita y no descuidar cierta imperfección, la que nos hace humanos y a la que regresamos por la sencilla necesidad de sentirnos vulnerables y frágiles y reconocer al asombro como el aliento que mueve la dinamo de los deseos. A veces me acuerdo de él. Pienso en todo lo que acometió y la firmeza con que rubricó su ansia impecable por vivir. Nos dejó con el trabajo a medio hacer, hubiesen sido precisas cuatro vidas para que todo lo que rumiaba tuviese asiento en la realidad y danzara en el aire como pájaro al que han manumitido de su clausura. Era bueno Manolo. Se echa en falta gente buena ahora que hay tanta maldad escondida debajo de las mascarillas. Algunos la ejercen sin ella, lo cual es una maldad doble, no sólo punible con la ley en la mano sino dramática por todo lo que significa no respetar al prójimo, perjudicar mi salud, hacer que mi sacrificio no cuente y se desbarate por la desidia o por la ignorancia ajena. No es un texto triste, a pesar de que pensar en Manolo siga causando tristeza. Tenemos un mundo ahí afuera al que hay que cortejar. Es tan hermoso y hay tanto que hacer con él. El asunto final es siempre la belleza, su incansable búsqueda, la idea insobornable de que cada pequeña cosa a la que nos entregamos es un homenaje a su presencia. Recuerdo una canción de Alison Moyet, esa dama de voz profunda y cuerpo generoso que cantó en Yazoo: Somos débiles ante la belleza (Weak in the presence of beauty). También estos tiempos son hermosos, a pesar de todo. Manolo habría abierto un cuaderno de haikus sobre la pandemia. Eso nos hemos perdido.
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