14.5.20

Euforia

Hay palabras que tienen euforia dentro. Cuando se pronuncian o al caer en lo que significan, se aprecia una especie de jolgorio irreprimible en su interior, como si las cabalgaran juntamente un veneno. No es palabra que se escuche mucho, por más que convenga cuando estamos en dulce arrobo con nosotros mismos, esa delicada sensación de que todo cuadra y la realidad entera tiene sentido. Da igual que no sepamos traducir esa sensación. Basta con tener propiedad de ella, saberla nuestra. Si no me preguntan sé qué es Dios; si me piden que lo exprese, no sabría cómo hacerlo. Eso dejó dicho el poeta. Quizá la vida sea una euforia aplazada, una inminencia de esplendor que no acaba de cuajar, un arrebato sublime, un ascenso que no tiene cima. Hay palabras eufóricas. Las dices y se te percute el alma. Es un sonido particular. Cada uno sabe el suyo. Todos sabemos cómo sonamos por dentro, qué música circula cuerpo adentro. Hay veces en que un paisaje hace que aflore la euforia. Es un error medirla. Si la tasamos y le damos la intendencia de la razón, se desvanece, se convierte en otra cosa, decrece su vigor o se cancela por completo. La poesía es la euforia más cercana que conozco. Iba a decir el amor, pero la poesía (la belleza) está dentro del amor, en su secreto centro. Como una especie de semilla. Germinamos por obediencia a su discurso. Si nos dieran a elegir una sola disciplina de la realidad, deberíamos escoger la euforia. Ni la felicidad, largamente desmenuzada por filósofos y amantes, ni la alegría, que es una felicidad tangible y pequeñita, como de andar por casa. Hoy he visto una euforia doméstica en la sonrisa de mi hija cuando salía a la calle. Saber qué causa la forzaba es innecesario. Basta estar delante. Haber sido testigo de esa irrupción súbita de armonía. 

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