13.5.20

Bowie dará esta tarde un paseo por la Vía Verde

Pandémico y confinado, escribo más. No sabe uno la de mecanismos de defensa que tiene hasta que la realidad se nos encara. Entonces se recurre a lo que ni sabe que tiene. He escrito lujuriosa, voluptuosa y desconsoladamente desde que tengo uso de razón, aunque a la hora de escribir a la razón no se la invite, no es necesario que acuda. Escribir es un desahogo, escribir es un refugio, escribir es una invitación a desquiciarse a sabiendas. Porque quien no escribe acaba desquiciado, quién escapa de esa enfermedad, pero al menos los obsesos de la escritura sabemos las dimensiones de la tragedia, las miramos de lejos y, a pesar de las trabas y de los peligros, asomamos el hocico, acudimos a la llamada del abismo. Lo miramos y nos mira, como dejó escrito Nietzsche. En esta época de desvarío, intoxicados de información, recluidos y paradójicamente creativos, hay que tener un asidero a mano, uno válido cuando el frío te sube la espalda y hace casa en la cabeza. Qué complicada es la cabeza. Cree uno que la tiene a raya, que sabe cómo domeñarla, pero va antojadizamente a lo suyo, como si no hubiera propiedad alguna sobre ella. Al final va a ser verdad que existe eso de la nueva normalidad, da igual que el acuño léxico sea ridículo. La normalidad ha terminado el trabajo que le encomendamos. Lo de ahora es otra cosa. Nunca lo de ahora fue más otra cosa que ahora, perdonadme el retruécano. David Bowie lleva conmigo toda la mañana. La época nocivia. La glam. La lisérgica. La disco. La experimental. Si Bowie anduviera todavía por aquí, habría hecho un disco absurdo. Uno sin pies ni cabeza. Sonidos atropellados. Experimentación salvaje. Qué buen vasallo si hubiera buen señor. Bowie es el sirviente complaciente. Esta tarde, cuando salgo a pasear, no sabré reconocerlo. En realidad, siempre anduvo enmascarándose y desenmascarándose, así que esto de emboscarse uno tras un trozo de trapo no es nuevo. Él lo hacía majestuosamente. Paseará la Vía Verde, un sendero que discurre por la periferia de mi pueblo. No hay día en que me tope con decenas de caminantes. Algunas veces he creído reconocer a alguno, pero la gorra de visera, las gafas de sol y la mascarilla ha malogrado el intento de darle un nombre. Aún así, a pesar de ese anonimato sobrevenido, he agradecido que no sepa mucho de ellos. Pasan a mi lado sin que yo los ubique. No son Julia o Pedro o Andrés o Luis. Lo malo son los que va a cara descubierta, como si la guerra hubiese acabado.

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