Amigos a los que sinceramente aprecio eluden pronunciarse sobre la pertinencia de las restricciones que se arroba el gobierno en su gestión de la pandemia del Covid-19. Se abstienen con serenidad, no hacen tampoco alarde de esa voluntad privada. Tienen opinión y podrían darle la elocuencia que a veces se echa en falta, pero prefieren esa apatía dulce que consiste en no decir, en no manifestarse, en cuidar de que alguien sepa qué piensan sobre los asuntos candentes. Siempre me fascinó ese adjetivo (candente) aplicado a los asuntos. Los habrá livianos, de fuste vago, apenas relevantes o incluso frívolos. Ahí no escatiman palabras, se explayan en ese trasunto doméstico, convierten la conversación en un delicioso prodigio, en un milagro intrascendente. Cuando en alguna ocasión hemos hablado por teléfono (hace que no les veo, hace mucho que no tengo los tratos habituales con los míos) han escabullido darle alas a lo que han escuchado y posicionarse. Hacen como el Bartleby de Melville: prefieren no decir. Lo paradójico es que de alguno tengo la certeza de que bulle en ideas y está absolutamente al día de cuanto ocurre. Luego está el pensador fértil, el que a todo debe imponerle su rúbrica. Algo parecido a lo que yo hago cuando escribo, aunque desbarre y todo acabe en espuma de mi delirio creativo. Ayer uno de esos amigos me intentó convencer precisamente de eso: de la conveniencia de la mesura, de que no conduce a ningún sitio declarar si uno es de aplaudir las decisiones del ejecutivo o de censurarlas. Hay mucho orador no autorizado, venía a decir. El hecho de que yo no me muestre no tiene la menor importancia. Quizá tampoco la tenga que otros hablen más de lo que se les solicita. Mi estado natural es el silencio, al menos en lo que conozco. De hecho, tampoco vosotros sabéis mucho, a pesar de que no estéis callados. Se pronuncian con sequedad y a veces se dejan caer con la transcripción de una estadística. Las cifras son fiables. Todo lo demás entra en el capítulo de la especulación. Uno se ha borrado de un grupo de Whatsapp. Sigue tratando a sus miembros en la vida real y en la de la pantallita, pero ha cerrado el grifo de las charlas subidas de tono. Hay muchas. Pero me han pedido cuentas, que por qué me he ido, me dice. No se piden razones para entrar, no deberían pedirse al salir, razona. Hay cada vez menos ingresos en hospitales. Los muertos no son tan alegres. Contamos los que se esperaba que no lo contasen, es fácil la aliteración, terrible la conclusión. Se muere ahora con más dramática difusión. No sólo se enciende la tragedia íntima sino que esa pérdida engrosa un cómputo, una lista triste. K.sostiene que estos muertos son más nobles. Una especie de héroes caídos en una batalla invisible. Les deben un homenaje. Una zona cero mental. De eso sí hablarían mis amigos reticentes. Por respeto. Por un sencillo acto de amor fraternal. Andamos escasos.
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