Un liberal era Unamuno. Hay que defender al Estado hasta que el Estado no nos defiende o cuando, llegado el caso, interfiere en sus ciudadanos, los vigila y reprende. El Unamuno liberal no era partidario (está la palabra bien traída) de los absolutismos, le escandalizaba la posibilidad de que las instituciones vulneraran los derechos civiles, asunto ese que constituía el esqueleto sobre el que levantar cualquier sociedad moderna. Ese es el Unamuno-ciudadano (profesor, rector) que yo he comprendido, el que se me ha antojado más afín a lo que deriva de haber leído al Unamuno-escritor . En algún momento de su dura existencia, se preocupó más de España que de sí mismo, no dando por perdida nunca la batalla contra la mediocridad y, en muchas ocasiones, más de las que pudo soportar, contra la ignorancia. Es lo que suelen hacer los profesores comprometidos con su oficio, pero el de Unamuno no fue uno solo, fueron muchos, algunos más costosos que otros. El que más le dolió fue el de ciudadano. Manifestarse en contra o a favor de una doctrina (según la conveniencia de un momento) no le impidió desdecirse y abrazar la contraria, sin que ese voluble torna en la opinión fuese producto de un arrebato sentimental, sino que provenía de una exigencia moral o intelectual, no sabemos cuándo una y otra se ensamblan y prosperan hacia el mismo propósito. Es verdad que en ocasiones callarse es una forma de mentir, como dejó dicho. También fue de los que prefirió expresarse, no permitir que la pereza lo convirtiera justamente en el tipo de ciudadano objeto de su enfado, el que no se involucra, el echado a un lado adrede, por unas causas o por otras, casi nunca justificadas. Unamuno fue un declarado defensor de la palabra, aunque más tarde unas fuesen reemplazadas por otras y las circunstancias las zarandearan y hasta las enfrentaran. Por eso fue acusado por los dos frentes en la guerra: por apoyar a unos en un tramo del relato histórico (a los militares para poner coto al desmán anárquico de la Segunda República, de la que fue ferviente defensor) y por desdecirse y por dar por malo lo que antes le pareció justo y correcto. Ha brotado la lepra católica y anticatólica, dijo también. Su España se embrutecía (se envilecía, se entontecía, añadió) mientras él no podía poner en orden el delirio de "hunos" y de "otros" en su reclusión domiciliaria, una vez le apartaron del rectorado salmantino y se dejó comer por la enfermedad hasta que murió. No hay un bolchevique (un republicano en términos reales) en Unamuno, ni tampoco un novio de la muerte, un fascista con el cerebro quemado por las consignas y las entendederas abotargadas por el miedo al que es distinto. Le horrorizaba esa bajada a los infiernos de Millán Astray (no he visto todavía Mientras dure la guerra, pero parece que se aplica con ganas Amenáb ar en ese episodio) cuando arengaba a los bárbaros (a sus ojos eso eran) con soflamas burdas, zafias, más acordes al estertor de un animal que a la voz de un hombre. Cómo se puede ir de la mano con alguien que jalea la muerte y la entroniza. Se puede, en todo caso, convencer hasta llegar a ella, dedicar la vida entera al oficio de las palabras y darles el uso más idóneo, el que evite que los unos aniquilen a los otros. Es la contradicción la que lo animó, la que alimenta debería cualquier ideología. Cuando no lo hace, no es ideología: es fanatismo, es barbarie, es esa tozuda marca con la que a veces nos liberamos del trabajoso oficio de pensar. Me equivoqué, qué ligero fui, qué cándido, dijo en cierta ocasión a propósito de sus adhesiones primeras y sus afinidades posteriores. Nada que no esté en el ser humano de modo absolutamente natural. Saber arrepentirse, aceptar el desengaño, ir con él hacia un desengaño futuro, del que no se sabe aún nada, pero que nos romperá de nuevo el corazón.
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