No dejamos nunca de jugar. Se confunden o se olvidan las reglas, pero persiste la naturaleza misma del juego, su creación de un mundo ajeno al mundo, la constatación brutal de la hondura moral del juego. No dejando jamás de jugar evitamos, quizá sin conciencia, la fuga del niño. A pesar de que exhibamos indicios fiables de que abandonamos la infancia e ingresamos en lo más acendradamente adulto, tutelamos, con pudor, con afecto, al niño dentro. Jugamos a amar y a desamar. En esa condición un poco velada de puro juego, el amor no hiere si flaquea. Tampoco es un mal recurso para sobrellevar el peso de los días. No albergamos ansias de eternidad porque ningún juego dura para siempre. Mientras jugamos distraemos el alma de asuntos que la dañan. Jugar es, en todas las edades, un fantástico mecanismo de defensa, una trinchera confortable, un búnker contra los festines del miedo o de la soledad o del hastío. En cierto modo, el arte es un espejo muy trabajado del juego. El cine es una extensión del juego. O la literatura. La religión es el único juego en el que no tienes contrincante, el único en el que ignoras si los que juegan ganan o pierden. Finaliza la película o concluye la lectura y regresamos, en ocasiones violentamente a la áspera realidad. Por eso aceptamos que el juego administre cierta parte de la vida. La otra, la seria, la que no juega, es normalmente la que nos enferma, la que más dolor causa. Jugamos para no pensar en la muerte. Creemos que se estira la vida cuando no pensamos en que está transcurriendo. En la ignorancia, por más que los años se empecinen en decirnos lo contrarios, se vive mejor o, en todo caso, se vive más alegremente. En el fondo es a la alegría a la que inclinamos toda la balanza del espíritu. Ni Dios, ni la eternidad rivalizan con esa fe inquebrantable en la alegría, en que ella sabrá sacarnos de todos los agujeros, izarnos, ponernos bien arriba y darnos una patada (convencida, festiva) para que echemos a andar con el mismo o con mayor deseo incluso. Uno resuelve no flaquear, planea con esmero cómo avanzar sin que los obstáculos previstos malogren esa voluntad firme, pero prorrumpen los nuevos, los que no se esperaba que acudieran. Da un paso al que otro lo sigue y aprecia el movimiento. Con sincera credulidad prosigue; con valentía, atento a lo que sale al paso,uno franquea las trabas, las aparta con fiereza, exhibe la mejor de las disposiciones y eleva la cumbre del día (que a veces es largo y pareciera que sólo anhela que decaigamos). Resuelve no flaquear, sí, acepta ese compromiso interior, pero es el juego el que obra a favor nuestro y consigue que no fracasemos. La vida es un juego intermitente. No hay otra cosa que ahora se me ocurra. Vamos de una modalidad a otra, nos movemos con naturalidad de un tipo de juego a otro, cancelamos unas reglas y abrazamos otras nuevas, pero es jugar lo que hace que lata el corazón y queramos que mañana lata de nuevo y lata más fuerte. El amor es el juego más hermoso. Quien no juega es el que acaba antes, el que se rinde, el que abdica, el que se retira, el que no permite que nada le sorprenda. El juego es la victoria absoluta del asombro. Sin él, sin el asombro primario, el mundo ya se habría detenido hace tiempo. Nuestra cabeza se habría detenido hace tiempo. Nuestro corazón se habría detenido hace tiempo. Van las horas persiguiéndose sin tregua y el mejor juego era el que no acababa nunca. Escribí esto en un poema que alguien hoy me ha hecho recordar. Me hizo pensar, mientras que lo leía, en lo hermoso que es el oficio que tengo, el trasegar a diario con los juegos de los niños. Tal vez no dejemos nunca de ser niños, ofrecía no recuerdo qué cantautor en una canción de hace muchos años. No dejamos de serlo, sí, pero no permitimos que ese niño de adentro aflore. Gana el adulto, gana el bregado, no el inocente. No está bien la inocencia, nunca lo estuvo. Si estuviera, no habría guerras, nadie querría vencer a otro, no tendríamos que demostrar que somos mejores y que somos más listos o que merecemos más. Es posible que esté, en una porción muy subliminal y apartada, hablando de Cataluña o de España o del tío desquiciado que se pone a descerrajar tiros en un instituto o en un concierto o del terrorismo descabezado que nos cerca por doquier o yo qué sé de qué estoy hablando.
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