Contra la idea de que enfurecerse es a veces terapéutico está la de que alivia justamente lo contrario, dejar pasar, no malairarse, quedar en una posición un poco zen, de poca o ninguna turbación cuando las circunstancias nos cercan y hostigan. Lo zen despeja la incógnita de los sentimientos, aparta el ego, no permite que interfieran las emociones en la toma de decisiones, evita que el pensamiento se cruce de hipótesis y tan solo se deja llevar y actúa. Yo no sé la de veces que he querido ser zen y me he quedado a medias o incluso no lo he sido más mínimo. Te levantas una mañana con un loable espíritu zen y te acuestas sindicalista, habiendo sopesado lo desfavorable y lo conveniente y creyendo sin fisuras en otra idea, la de que hay una parte inabordable que irrumpe irremediablemente y nos excluye. No se tiene propiedad de nuestro comportamiento, lo moldeamos a conciencia, invertimos con esmero en alcanzar cierto tipo de equilibrio, pero a veces concurre la fatalidad, el desquicio, la certidumbre de que la realidad es inefable y cabrona.
Leí que tenemos pocos genes más que un gusano. Lo que nos salva es la existencia de esa porción ridícula en número pero tan hermosa. No hay gusanos budistas. Ninguno se ajetrea en la meditación trascendente. Tampoco uno a veces. Tal vez somos humanos por esa voluntad de mística personal. La religión es un delirio metafórico al que se inclina nuestra irrenunciable vocación de perdurar. Los gusanos no leen a Montaigne. Ignoramos si se templan cuando les ocupa la ira o si formulan variables con las que acometer un quebranto moral. Es nuestra esa disciplina. Cuando dejamos de filosofar, bajamos peldaños en la escala evolutiva. También al escuchar reggaeton o ver algunos programas de Telecinco, añado. De ahí que podamos asegurar que Trump está abajo en ese rango de las cosas. Tantos como él. No hemos avanzado mucho. Lo que no quita que haya despachado amablemente a dos testigos de Jehová que acaban de llamar a la puerta en casa de mi madre. Zen me siento hoy.
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