20.2.20

Escribir

 A veces uno se desahoga escribiendo, pero hay otras en las que ni escribiendo se desfoga del todo. Hay quien le da la vuelta al pueblo y vuelve nuevo. Quien cocina o hace punto o lee o se deja atontar por la televisión. Yo, a la primera impresión de que algo dentro no cuadra, me lanzo a escribir. Incluso lo hago cuando todo está en orden y el aire brinca en armonía dentro del henchido pecho. Escribir para desahogarse uno es cosa antigua y no hallazgo novedoso. Suele funcionar, pero la escritura (la mía, al menos) no es una ciencia exacta a la que se le puedan exigir resultados fiables, valores inalterables, una especie de realidad  que la realidad no puede modificar, para entendernos. No sé cuántas toxinas quemo cuando agarro el folio en blanco  o el editor del blog y largo lo que me atenaza las tripas o lo que barrunta en el caos de la cabeza y hace que hierva a poco que la dejo ir. Lo malo de dejar que la cabeza vaya a su aire es que la invaden pensamiento impuros. No siendo yo muy amigo de la pureza, en un sentido estético o moral o incluso intelectual, parece que no es asunto malo la invasión de marras, pero me estoy dando cuenta, a día que pasa me doy más cuenta y más conciencia tengo de lo fiable que es mi percepción, de que luego cuesta mucho evacuar la parte tóxica, la grasa ética, todo ese zumbido que te ocupa la banda ancha del cerebro y no te permite centrarte enmaterias más livianas, en todas esas pequeñas cosas que uno se procura y que, al mezclarse, hacen que vivir sea una cosa estupenda. Y no lo es del todo, qué quieren que les diga. Desbarata la bondad de vivir el hecho objetivo de observar la ruina de algunos de los que nos rodean. Anoche me acosté pensando en Siria y en las guerras invisibles, las que no nos relatan con tanto detalle,  y me he levantado con un olor a metralla y a aldea devastada en la cabeza. Ya digo que el problema está en la cabeza. Si supiéramos cómo funciona no nos haría pasar estos malos ratos. Y encima no sirve ni escribir, habida cuenta de la cantidad de ocasiones en las que sí ha servido. La inspiración que me desata la escritura está vestida de gente del campo recorriendo España o de chinos con mascarillas en los aeropuertos. Capricho de esa voluntad antojadiza que exhibo últimamente, he pensado en escribir una especie de diario de la crisis. Dejaría de escribir sobre la felicidad de los paisajes o sobre la bendita presencia de los libros o sobre discos de Miles Davis que todavía no conozco. Inconstante como soy, no dudo que la abandonaría a poco que me encienda en demasía. Insisto en que ya no hay desahogo en este vertido personal de las palabras, no hoy al menos, pero tampoco sé dónde lo hay. Se va uno quemando por dentro. Se va torciendo todo un poco más cada día sin que tengamos a mano paliativos, placebos, pastillitas de colores con las que amenizar el descenso al infierno puro y duro que nos están vendiendo. Anoche el sueño que tuve estaba lleno de políticos. Muy trajeados ellos, con maletines arriba y abajo, saliendo y entrando de un edificio alto con ventanas muy pequeñas. Nada más levantarme se me ha ocurrido escribir sobre el cine de Truffaut (yo tengo esas cosas, hay ideas que me sobrevienen y una urgencia inasequible al desaliento me escala la sangre y me hocica a escribir sobre el cine de Truffaut) y al final no ha habido nada de Truffaut. No sé de qué he escrito, la verdad. 

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