A Quentin Tarantino le interesa ver cómo a alguien le cortan la oreja. A David Lynch le interesan las hormigas que se la comen, sin regodearse en la hoja que la cercena, sin la truculencia de la sangre liberada. La oreja en la hierba de Terciopelo azul es la llave al mundo roto que pulsa debajo del mundo idílico. Hace falta gente como Lynch, observadores de las anomalías, sensibles escribas de la mala caligrafía del paisaje. Él adquiere la propiedad completa de lo observado y la retuerce o la comprime o la desquicia. El retorcimiento, la comprensión y el desquicio estaban en la imagen: sólo se requería un ojo atento, una cabeza inquisitiva. Cuenta siempre en la historia de cualquier disciplina artística la cuota de perturbados que hacen del hecho de mirar un noble ejercicio de extrañamiento. La realidad crea a su antojadizo capricho fracturas en su topología. Cuando no están a la vista, si su ánimo disruptor flaquea o se toma un descanso, todos los Lynchs del mundo corrigen esa pereza o ese olvido y plantan con deliberado empeño las suyas. Todos los que son como Lynch ven la oreja en la hierba y perpetran la acometida incivil de las hormigas devorándola. Maligna, transgresora, subversiva, escabrosa, onírica, morbosa, surreal, la oreja sesgada de Lynch es el ojo de mujer (fue de vaca en realidad) que Buñuel y Dalí sajaron en El perro andaluz, es la digresión del discurrir previsto, es la opulencia del morbo servido como catarsis, como plegaria, como absolución. En la poesía también comparece la subversión. Lynch es un profeta.
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