5.9.23

De los árboles

 No hay que observar continuamente, se acaba por olvidar el motivo de la observación, casi es mejor que no haya porqué, sino que observar suceda para que nada suceda después y lo observado persevere en la memoria en la orfandad de las palabras, erigida su imagen para invitar a otras a que conformen un paisaje. Basta la rotundidad de un árbol. No se precisa que sea imponente, ni alto, ni especialmente llamativo por alguna causa. Es suficiente su condición arbórea. El árbol, cuando se han agotado la lentitud de su altura y la respiración invisible de sus hojas, deja de ser árbol. Nada suyo nos dice que sea un árbol. No asombra el terco temblor de las ramas ni el viento que las mece hace pensar en el viento ni en su trémulo parpadeo al ser mecidas. Uno es consigo mismo árbol al que alguien de pronto observa. De cansancio puro, el árbol se desdice. En su misterio irrumpe otro misterio. Ahí está el árbol dormido, desvaneciéndose. La trama de las tinieblas lo acuna. Como en un sueño de alguien. Cuando el sueño concluye, la madera cruje, la sangre que la atraviesa arde, las hojas tiemblan, la raíz pugna por desentenderse de la tierra y decirse ala. Si se ve volar un árbol es porque ha tenido la resuelta decisión de imitar a los pájaros. Ya no es de barro su lenguaje. Ninguna ciega obediencia le conmina a que dé de sí lo previsto y se ice hacia el ajeno cielo. Los pájaros son árboles insurrectos. Las nubes son tierra que anhela danzar por el aire. Las raíces son alas festejando azules. Se oye respirar la noche. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pura poesía.

El corazón y el pulmón

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