Todos los días son el mismo y un limón en la mesa de la cocina reclama que se le abra y resucite. Todos los limones son emanaciones crepusculares de algún limón primigenio del que no sabemos nada. Todos los días son el primer día fundacional cuando el aire festejaba su eclosión en el aire y la luz era la primera luz del mundo. La luz era esponjosa, era ebrio clamor la luz, abría escorpiones la luz, besaba cuerpos de niebla, fingía ser sombra, talud, fiebre, blonda. Yo era luz, yo temblor, yo llama. Yo verdad que brilla, yo centro. El viento. Los ríos. Toda esa verdad con la que el horizonte pulsa el aire. Vi almendras desprendidas de un fulgor de verdes. Vi festiva la eclosión de la lluvia. Entonces vi grandes nada orquestales festejar la aurora. Yo era cuerpo sagrado, en mí se pronunciaban los heraldos. Vigilaba los desfiladeros, cubría distancias con los dientes. El fango es un muelle hacia la tiniebla absoluta. Todos los días muerden su infinito sin causa. Todas las derrotas tienen el eco de todas las derrotas. Un hijo te pregunta sobre Dios cuando se le cae un flan. Es la tiniebla, le dices. La tiniebla en la comisura misma de los labios. Lo oscuro con lo frío, el fuego con el metal de los abrazos. Ahí el dulce cabeceo de los árboles, el gemir de las piedras, el llanto del agua. Clamores de lo vivido, opulencia de lo que persevera. Estaba sin decir el nombre de las cosas. La ausencia era inefable, la cordura, el tráfago de las horas. Mueren en tromba las causas y los azares. He visto desangrarse un cisne. He visto un ángel flaco y triste comerse las uñas en la puerta de un centro comercial. Olía a estambres la noche de la ciudad, a madre cortando una hogaza de pan con un cuchillo pequeño, con el corazón antiguo de un poema que no recuerdo, con el látigo que gime, con la pequeña muerte del beso de la sangre. La resaca es un himno en la boca del estomago.
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