17.9.23

Un lugar en el mundo

 Un amigo mío decía que iba a los pubs para ver y para ser visto. Eran los años de los cortejos, aunque la edad no daba para filigranas galantes y volvíamos a casa, las más de las veces, desencantados, encendidos, aturdidos por la bruma feliz del primerizo alcohol. Esa sentencia lacónica suya fijaba un modelo de conducta, un método para entender la vida, entonces todavía huérfana de los quebrantos con los que nos cubre cuando la atravesamos. Era el tiempo de los besos precursores de la festividad de la carne, era también el de la inocencia, tan cara después. Al alma se la alimenta así. La endureceremos como si fuese un músculo, la precavemos contra las adversidades que la cercan y amilanan. Se la adiestra para que no flaquee, se la sanciona cuando se confía y permite que la muelan a palos. Es cándida en su niñez. Es después cuando se agría y corrompe. Tenemos más mecanismos de defensa que de cualquier otra índole. Nos contamos el mundo como querríamos que alguien nos lo contase. Más que para vivir, la curtimos para que sobreviva. Sobre ese prefijo aparentemente inocuo construimos la entera fortaleza de nuestra existencia. Es el simulacro el que manuscribe con morosa delectación la trama. Mi amigo poseía la dignidad más alta. También la sabiduría de un adolescente inusualmente dotado de todos los recursos de edades más provectas. Primero con timidez y, más adelante, con entusiasmo, mi amigo se esmeró en exhibir su extraordinaria singularidad. Le teníamos un respeto tácito, apenas manifiesto. Le mirábamos con admiración, privadamente envidiábamos su convicción. Ignoro si hoy procede como entonces, si sale para que se advierta su presencia, si ha encontrado su lugar en el mundo. Imagino que en aquellos maravillosos años ni él mismo medía la magnitud de su pequeño teatro. A pesar de los años transcurridos, serán cuarenta, guardo la imagen del hombre en su rincón del pub, vaso de tubo en mano, no perdiendo detalle, exhibiéndose, viendo cómo los demás se exhiben.  

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