No es qué hacer sino qué deshacer. Hay que aplicarse a veces en la tala antes de ocuparse en la germinación. Es una especie de síndrome de Diógenes inverso en el que uno va acumulando emociones y experiencias (unas están dentro de las otras o viceversa) en la confianza de que habrá sitio para todas y cae de pronto en la cuenta de que la cabeza precisa una remodelación, un ejercicio de mudanza íntima que arrumbe lo que no se usa y dé vistosa preferencia a lo recurrido con mayor frecuencia, pero no hay gobierno ni patrón fiable ni criterio para decidir qué meter en cajas y qué no. Pareciera que carecemos de intendencia que pese el valor de los recuerdos y sepa a cuáles dar salida. La cabeza está zarandeada por tormentas, dice mi amigo K. No hay día en que una no haga naufragar un barco. Tenemos muchos navegando por ella. Cada salto sináptico es un barco que está intentando llegar a buen puerto. Algunos hacen agua. A otros los espolea la fortuna. Cada vez suceda algo bueno es porque la química hizo su trabajo y la idea prosperó, salvando el oleaje impetuoso, esquivando las rocas en la inminencia de la orilla. Las monedas tienen dos caras. Una no puede existir sin la otra, en fin. La tragedia no es distinguible a veces de la comedia. Incluso las adversidades poseen un rasgo de pertenencia de la que no siempre deseamos desembarazarnos. Hay quien es feliz cuando los muchos reveses lo atenazan. Es una felicidad paradójica porque carece de bondad. Se basa en la costumbre. Millones de años de evolución han hecho que el hombre tenga admirables mecanismos de defensa. Somos criaturas perfectas en ese aspecto. A todo le sacamos beneficio, todo lo malo que nos ocurre contiene en su interior una brizna de bondad que emerge y se planta ante nosotros deseosa de que la acojamos. Quizá en el fondo lo que se tema sea ser igual de desgraciado cuando no hay motivo que justifique la desgracia. Mis males son míos, podría aducirse. No tenemos la voluntad firme de deshacer el rumbo equivocado, aun a pesar de constatar su daño. Cada uno se administra su porción de veneno. Todos tenemos nuestra parcela en el infierno. El cielo es solo un deseo. Cuánto más a mano se tiene, más conforta aplazar coronarlo. Por eso el cielo está siempre a medio hacer, como dijo el poeta. Así que salimos a la calle y pedimos que nada nos contraríe. Hacemos esa petición sin verbalizarla. Es un pensamiento fugaz, una especie de invocación a la divinidad, como una oración pequeñita que ensayamos en la creencia de que alguien la escuchará. Dios está en la cabeza, forma parte de la sangre desde que el corazón empezó a ensayar sus primeros latidos. El pobre corazón. De ese no hemos dicho nada. También tendrá su opinión en estos asuntos. Dicen que son suyos. Le damos una carga excesiva, no tenemos consideración. Bastante trabajo tiene con bombear, con percutir, con cerrar los ojos cuando no le gusta lo que ve, con advertir que no le hacemos aprecio y lo forzamos más severamente de lo que deberíamos. Todo es muy complicado. La sencillez es una adquisición costosa, pero aprende uno a tutearla, la ve con familiaridad, siente que es parte suya. Somos más felices cuanto más sencillos somos. Escucho un labio que tañe la sorda ecuación de todas las campanas del mundo. Escribo un cielo en el que niños con la boca borrada azuzan perros al infinito. Uno toma aire como si tomara absenta, dice Luis Felipe Comendador. El aire se está poniendo tóxico. La absenta la expiden los galenos para amenizar la respiración, que se pone costosa en ocasiones. Si uno fuese Poe le sacaría partido a este sindiós de mundo que se nos está echando encima, pero no es Poe. No andamos para encostrar sino para abonar. Lo que no sabemos es qué echarle al campo. Qué pastorcico de los de las letrillas de Pablo García Baena velará la integridad del rebaño. Los lobos son muchos. Hay más lobos que ovejas y quedan pocos pastores. Está el campo convirtiéndose en un oficio de fantasmas. Ni se le saca la fruta feraz ni el poeta lo registra y encierra en un soneto. En este tramo canalla de siglo XXI el aire se ha viciado. Huele el mundo a esos pisos que han estado cerrados mucho tiempo. Huele a lobo cercado por los perros, por el pastor, por el hambre atroz que no le deja pensar en los motivos del hambre. Hay que deshacer antes de hacer, hay que reformar la casa. Días de absenta en el aire, días de ebria danza sin porqué. Ebrios vamos. Colgados. Insensibles. La cara que tenemos no nos la vemos. Quienes la observan no reparan demasiado en ella porque temen que les cuentes a ellos la suya. Somos los pastores que no tienen ni idea de cómo meter otra vez en vereda a las bestias. Somos el lobo malo de los cuentos antiguos. Somos las ovejas descarriadas. Somos parte, autor y público de una cosa gris que encostra (me ha gustado el verbo, viene de perlas a este sinvivir metafórico que nos invade) las palabras y las rebaja de su cualidad más hermosa. La de conmover. Ya no nos conmovemos.
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