Todos los días son perfectos. Incluso los tocados por lo gris o por lo que roza y ya duele o por lo que horada y dañinamente sobrevive o por lo trágico que persevera o por lo triste o lo que nos hace flaquear o enmudecer o llorar o sentir que el peso del mundo ya no es amor. Todos los días son perfectos. Cada uno se convida de un fulgor, se arrebola de luz, se recama de fe en la inminencia de otro día en el que festejar el aire ocupado en visitar el alma. Todos los días son perfectos. Incluso los que no nos confortan ni consuelan, los días de la pesadumbre, los de las sombras. Son quizá ésos, los umbríos, tan diligentes en su tiniebla, los que cuentan de verdad, los que nos curten para que se festejen los días generosos. De ellos llevamos sabida cuenta, celebramos su comparecencia, la escribimos con alegre caligrafía en los cuadernos del tiempo. Pese a todo, no hay ninguno que no contenga la emanación de algún milagro, su sustancia pura, su incontenible y gozoso vértigo.
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Comparecencia de la gracia
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