Uno toma distancia de lo que no le conviene, lo mira de lejos, adquiere la percepción de que no hay nada que le fuerce o nada que lo apremie o que le reconcoma. Sólo está la sensación de si hemos hecho bien y no hubiese sido de más conveniencia flaquear, dejarse llevar, poner en claro las ideas para luego arrumbarlas, darles puerta, hacer que no pesen dentro de la cabeza y campar por ahí sin que duela la conciencia. Caso de que no exista conciencia alguna, las horas pasan con más notoria frugalidad, se expanden, crujen, vibran, elevan su condición de espuma, nos confortan o nos sangran, pero es sangre con más vida que la que fluye en la oscuridad de su cauce, dentro del cuerpo, que es un tirano. El cuerpo es quien nos bendice y también quien nos condena. La cabeza es un vigilante jurado. Está ahí a ver qué pasa, por si se desmanda la escena o por si se estanca y no avanza. Todo lo que viene después (el cansancio, el pecado, la certidumbre de que el fin se aproxima, la derecha del Padre, la lujuria espiritual de una vida eterna) es materia secundaria. Cuenta el júbilo, sólo eso cuenta. Si yo escribiera un diario, sólo consignaría los episodios felices, las andanadas de alegría, toda esa trompetería dulce del corazón cuando late desbocado y amenaza con desbordarse, con salirse del pecho y danzar a sus anchas, festejando el ala el mismísimo vuelo, pero no sucede nada de esto, no al menos de un modo fiable, duradero, pero un diario se luce cuando es el dolor lo que lo conforma. Dolor y registro del dolor. Como si anotar las vicisitudes pudiera domeñarlas, hacer que no prospere la herida que producen. A veces dejamos que el cuerpo mande y obedecemos sus necesidades. Da igual lo que la cabeza decida, no importa que se obceque en censurarlo todo, en zanjar las veleidades, en poner coto al vértigo y a la fiebre. El placer es vértigo y es fiebre. Hay días en que uno piensa en estas cosas y otros en que ni se le ocurre. Días que aplazan las consideraciones metafísicas y días en que todo es cavilación y hondura. Los demás no entienden estas cosas. Uno tampoco entiende al otro. Son monólogos. Toda la filosofía es una fiera batalla entre la luz y la oscuridad, pero no se entrevé quién sale victorioso. Somos ángeles y somos demonios. Cuando estamos iluminados, sabemos a qué inclinarnos, tenemos noción de lo que de verdad nos alivia o lo que más nos deleita. No sé si esos otros de los que hablo caen la cuenta de estas cosas, ignoro si se entretienen en estas ocurrencias. Todas son frívolas, si se escuchan con atención, si se leen en detalle. La conciencia está continuamente construyéndose, lidiando con las formas que adoptó e intimando tímida o fieramente con las que se precipitan, inevitablemente. La ilusión de que tenemos una de la que nos valemos para consolidar nuestra conducta o para reprobar la ajena es una danza invisible, un flujo de datos que pesamos y de los que, cada uno a su manera, extraemos los perniciosos, los que no nos convienen, dejando que hagan residencia los que nos han confortado. Se nos hace crecer con la idea de que debemos adquirir un criterio propio, una conciencia privada, pero no nos dan las herramientas precisas: nos atiborran de miedos, de incertidumbres, de pesimismo. Sé de mí mismo tan poco que la aventura de irme conociendo satisface sin más discusión. De los demás sé menos, si cabe. También esa orfandad cognitiva es un aliciente para fijar un camino y andar. Por ver qué hay al final, por lo que su recorrido nos depare. Tener conciencia del tiempo es lo que nos hace humanos. También la conciencia de tener imaginación. El pensamiento debe ser lógico, pero luce con más entusiasmo (y es más divertido y hasta es más determinativo) cuando se arroga la potestad de derribar la razón y apelar a la fantasía para contarse el mundo y para justificarse a sí mismo. Somos conscientes de que fabular es conocer. No sabremos si es la cabeza o es el corazón el que manuscribe las ficciones. Todas ellas, al cabo, son un diálogo entre la materia y el espíritu, entre la mecánica cartesiana de la cabeza y la danza etérea del corazón. La conciencia viaja de de un lugar a otro. No será ni bueno que únicamente tenga una sola residencia.
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