Desde Babel, el hombre está condenado a no entenderse con su prójimo. Tal fue la admonición divina. Yahveh sancionó la soberbia del hombre cuando creyó que podría levantar una torre tan alta que llegase al mismo cielo para precaverse ante la llegada de un segundo diluvio universal. Entonces las palabras se perdieron por los confines del mundo. Flavio Josefo refiere que un soplo de Dios derribó la construcción. Otras versiones, igual de falibles, todas armadas con su relato fundacional, con su mito y con sus símbolos, sostienen que la torre continuó erguida, constatando el desafío del hombre, su rebeldía ante el cielo. Hoy se hablan más de cinco mil lenguas en el mundo, lo cual es un festejo para quienes las consideran señal de una identidad, bandera de un propósito de vida. El idioma de uno es tal vez su tesoro más preciado. Todas las lenguas muertas, las que languidecen o las que están severamente amenazadas, evidencian un descuido, una especie de desinterés también. Contado a la reversa, el despropósito, el descuido, también el desinterés, concurren cuando se menoscaba un idioma mayoritario (conocido por quien habla y por quien escucha) para primar o prestigiar otro que el receptor desconoce. El artículo 3 de la Constitución Española establece el castellano como lengua oficial y proclama que las otras serán objeto de especial respeto y protección. El plurilingüismo es una bendición. Ojalá yo dominara el francés y leyese a Baudelaire en primera persona, sin la comparecencia de un traductor. Disfruto cuando leo a Shakespeare o a Poe en inglés o cuando escucho a Michael Caine sin la falsedad del doblaje y me siento ciudadano del mundo cuando el obstáculo de mi idioma vernáculo no entorpece la posibilidad de comunicarme con un húngaro o con un coreano y recurro al vehículo bisagra de todos los demás, mi amado inglés. De hecho, llevo treinta años ganándome la vida con su enseñanza. Mi formación cultural, la que pueda tener, pivota entre la lengua de Cervantes y la de Eliot. Que yo ame a Simon & Garfunkel o a Frank Sinatra es por entender con a veces dispar fortuna lo que dicen. De ahí a que precise un traductor para conversar con un paisano va un mundo.
El pinganillo entregado en el Senado a sus distinguidas señorías para seguir las intervenciones de los afortunados que poseen una lengua diferente y abandonan la común en el ejercicio de su parlamento es una anomalía a la que terminaremos acostumbrándonos, pero produce zozobra (es la palabra más suave que he encontrado y he querido ser templado en la elección del sustantivo) que un catalán, un vasco o un gallego hablen a sus convecinos sin que intermedie la lengua que comparten. Esa circunstancia elimina de cuajo algunas de las funciones del lenguaje. Se va al traste (otra locución benigna) la conativa: no hay una reacción, no se influye en él. O hay una reacción molesta, al menos, de naturaleza extraña, poco o nada práctica. Este sindiós lingüístico alcanza el culmen cuando un diputado catalán es traducido a uno vasco en español. Las guerras de antes eran de cuño religioso o territorial o económico o una combinación terrible de causas que las mancomunan a todas. Ahora ingresamos en ese listado el motivo lingüístico, aunque algunas de las guerras de ahora no tengan desplegadas milicias y las ciudades no se reduzcan a puro escombro. No habiendo tampoco dioses que nos amonesten, lidiamos nosotros mismos con nuestras faltas y corregimos las que podemos. Tenemos la dudosa virtud de inventar problemas para probarnos en la gestión de sus soluciones. Somos felices probando la paciencia o la elocuencia del otro, del que no es como nosotros, del que a veces no desea serlo. Hasta se extraen del no opulento erario público fondos para sufragar el coste de algo que a un ciudadano de Teruel no le interesa lo más mínimo, aunque admito que hay cien iniciativas distintas (huecas muchas) que también esquilman las arcas y se siguen acometiendo (iba a escribir perpetrando) sin que haya voces que las censuren. Es el poder de las minorías, ese juego de compensaciones que nos aleja. Se quiere que la lengua, más que herramienta de comunicación, sea heraldo de representación, símbolo, bandera de todas esas naciones sin estado que caminan hacia su soberanía. Claro, que para no entenderse, qué más da el idioma que se use. En la época de las tecnologías, en la sopa de la inteligencia artificial, miramos las letras, volvemos a la primordial advocación de la palabra. Todos los que se afanan por significarse en el ruedo político saben que deben adjudicarle la más alta de las devociones: ella les pondrá la silla de mando, ella hará que la feligresía jalee sus proclamas. No ha dejado de pasar eso desde el neolítico hasta hoy. Se arroga el poder quien está al cabo de los manejos de las palabras. Las asambleas en las polis griegas, en aquel parvulario sistema democrático, era una festividad de la elocuencia, un torneo incruento (habrá excepciones) entre oradores. No sé si en estos tiempos estupendos se festeja la bondad de la elocuencia o si todo se dirime y resuelve haciendo encajes jurídicos, pactos de matemática comprometida y vence el que tiene en el bolsillo la llave de una puerta que no le pertenece.
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