"El odio es, de lejos, el placer más duradero. Los hombres aman a la carrera, pero odian sin prisa"
Lord Byron
Lo único puro es el cielo o es el mar: lo demás es caos, es odio, es sangre. Las ruinas de las ciudades de la tierra no deberían tocarse nunca. El cielo no tiene escombros, ni el mar. Cuando haya paz se debería acordonar el paisaje devastado y dejar que sea pasto del tiempo y los poetas registren cómo crece la hierba y empiezan a izarse los primeros árboles. Que nadie entre, pero que todos la miren. Que sea la evidencia de la maldad de los hombres. Que ilustre a los que vengan sobre lo perturbados que estaban quienes las redujeron a ceniza. El mar no conoce la ceniza. Ni el cielo. Es el polvo lo que quedará al final, No hay nada que añadir. Da una tristeza muy honda la contemplación de los escombros. Sin entrar en quiénes son los buenos y quiénes los malos, las guerras son lo contrario del arte o de la vida. Pierden las ciudades, pierde el hombre, pierde el arte. No hay quien sostenga un solo argumento que justifique ese holocausto. La misma palabra holocausto, en su firmeza fonética, carece de justificaciones. Hay palabras que no deberían haberse inventado nunca. Holocausto, hecatombe, hambruna, horror. Es curioso que todas lleven hache, que es muda. No ha dejado de haber conflictos en los que se ha certificado la vesania del hombre. Ciudades rotas, abrasadas, borradas. Vistas cuando la población se ha marchado, observadas fríamente, parecen un escenario cinematográfico. La propia guerra, sin fijarse en su parte verídica, en lo tangible de su desmán, es una especie de representación teatral, estricto simulacro. Lo malo de que la ficción lo impregne todo es que no sabemos mirar la realidad con el respeto y la dignidad que merece. A todo le asignamos una cuota de tragedia. Parece una de esas frases con las que se abren las novelas fuertes, las duras, las que, conforme se leen, se cuestiona el estado del bienestar y la paz con la que conciliamos el sueño cada noche. No sé muy bien qué sentido tiene hablar de ciudades muertas. Porque hablar de los muertos es una costumbre antigua. Hoy miramos la ciudad. Nos fijamos en los agujeros que han dejado los bárbaros en las casas. No han podido deshacerla del todo, reducirla a cascotes, como quien dice. No hemos aprendido nada en todos estos milenios de convivencia. Estamos peor que al principio. Entonces, cuando todo comenzó, no había odio. Ahora el odio avanza como la peste. Gana adeptos, se curten en las batallas, escriben su discurso desquiciado, se creen legítimos arquitectos de un nuevo orden, pero es odio, puro y visceral odio, el odio que no se para cuando se ha cobrado la pieza y sigue arañando, hurgando, desquiciando la piel y la memoria de las cosas.
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