28.4.23

Panem et circenses

 



Desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo"


Juvenal, Sátira X


El panem et circenses romano no ha desaparecido, sigue en alza, ha ocupado la cartera de muchos ministerios de educación o de cualquier otro ramo que el amable lector disponga, y, a falta de éstos, cuando ni ministerios hubo, ha servido para que los que mandaban alentaran los bajos instintos de la población, lo que la hace contentarse, no pensar en demasía en sus dificultades, en su escasez o en su tristeza. Hay países tristes. No se habla casi nunca de la tristeza: se saca a colación el hambre o la injusticia o las guerras, pero por debajo de esas pandemias está la tristeza. Si es malo que alguien esté triste, infinitamente peor es que lo esté un país entero. Juvenal, cuando acuñó la expresión del pan y el circo, no sabía hasta qué punto duraría su influencia. Muchos siglos más tarde, continúa en ejercicio, si cabe más sofisticada, casi invisible en ocasiones, como si fuese, en el fondo, sustancia de más fuste y no, como en verdad es, morralla, asunto vacuo o baladí o de magro uso.


En Roma, el pan y el circo escondía la decadencia del Imperio, su obscena inercia hacia la destrucción. En esa caída libre, alentada por la corrupción, Roma abandonó el ejercicio del gobierno, desatendió los servicios que le eran propios y enmascaró esa dejación de sus funciones con abundancia de distracciones. Si el pueblo está ocupado en divertirse, no caerá en otras consideraciones, no pedirá explicaciones a quienes los administran; en todo caso, si están bien abastecidos, agradecerán los excesos festivos y, cuando decaigan o falten, sólo se preocuparán en exigir que se restituyan o se les dé el predicamento social que antaño. En España, que es una plaza romana todavía, tenemos nuestro ocio bien cubierto, se tiene a la población contenta, ocupada en salir a las calles y festejar lo primero que se les ocurra. No creo que haya pueblo con más entusiasmo en la celebración de las gestas de sus ciudadanos o en las conmemoraciones y agasajos por sus santos o por sus héroes. Lo que se patrocina es el trigo gratis de los emperadores, la ilusión de que se nos proporciona cierto bienestar, la ficción de que somos felices. No hay político que no guarde ese as en la manga, todos (unos con más disimulo, otros con descaro) tienen uno con el que contrarrestar una actuación errática o fallida o un despropósito.


Por otro lado, qué hay de malo en que el pueblo se divierta, puede pensar uno; qué inconveniente esgrimir adentro para disuadirnos de la fiesta. Nos debería agradar más el bienestar que su celebración: si hubiese que elegir entre ambos, aquí nos inclinamos por la jarana, queremos ese temblor pagano, lo que nos estimula y conforta es la restitución obscena de ese festín. De los romanos, aparte de las calzadas, el bendito idioma o la arquitectura, heredamos la necesidad del festejo, la etilidad, la carnalidad, las apetencias lúbricas y las culinarias. No es baladí esa delirante oferta de placeres. Lo nuestro, por inercia ancestral, es no desatenderlos, darles cobijo, alentarlos, procurar que irrumpan sin que encuentren obstáculo ni reprobación. Del circo estimamos su absoluta impudicia. Lo que nos provee es una cancelación brusca de la realidad: la suple con los excesos más barrocos, el no va más. Andamos del circo a la vida y de la vida al circo. Entramos a una fiesta y salimos de ella con la vehemencia del abastecido, con la certeza de que hemos venido a este mundo a disfrutar y con la certeza de que habrá otra fiesta a la que nos invitarán. El valle de lágrimas es un slogan pesimista. 


El estado natural es la comedia, no el drama, queremos decirnos, tratamos de convencernos. De ahí que nos divierta tantísimo y sea motivo de gracia recurrente lo que a veces únicamente debiera provocarnos perplejidad o incluso cierta sana rebeldía.  A los políticos se les perdonan esos humanos pecados: no debe ser de otra manera cuando se les da tan repetidamente la confianza en las sagradas urnas. Está por venir un escrutinio de nuevas autoridades. Ya se les ve alardear de palabras. Son apasionados en eso. Que las palabras contenga verdades y podamos más tarde ver su tangible depósito en las calles y en las casas, en la economía y en las libertades, parece a veces imposible. Aquí, en general, se saca chanza de lo terrible y pasamos página. Entre elegir votar o no hacerlo, no debería haber duda. Hay que ir, hay que manifestar el alborozo y la confianza en los propios (quien los tenga) para que los que no despiertan esa simpatía (afinidad, militancia en casos más apasionados) no detenten luego las sillas de los consejos. Desde Juvenal, hemos perdido el interés en la política, lo cual es una forma de decir que hemos abandonado cualquier deseo de que se nos respete. 

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