He encontrado esta fotografía de una biblioteca en el disco duro del ordenador. El propósito de asearle las tripas tornó en dejarlas con la misma turbia ocurrencia de abandono en la que dormía quién sabe cuál sueño. No conozco su autoría, ni la ubicación, pero alguien se habrá esmerado en montarla a su entero gusto. Tengo la mía a la espalda, exhibe un tamaño considerable, pero creo que bastarían algunos libros irrenunciables para que me hiciera sentir hacia ella el mismo arrobo que le profeso. Cuenta esa sensación de cosa amada. La opulencia es un pecado, se nos ha dicho muchas veces, pero cuesta no dejarse engolosinar cuando se entra en una librería o en una biblioteca (privada o pública) y se sabe que se está en el centro exacto del universo. Cualquier colección de libros contiene la semilla de la creación. Está el espasmo primigenio. En alguna página, en un párrafo de un texto o en una línea suelta o en un verso cogido de un poema, está Dios y está su reverso. No hay nada que haya sucedido o que todavía no se haya impuesto a la realidad que no esté registrado en los libros. De una u otra manera, con pormenor o con lejano arrimo, el inventario de lo que fue y de lo que vendrá está ahí en su pequeño esplendor metafórico. Hay días en que pienso si no sería conveniente que dejase de comprar libros. Me refugiaría en el pasado tasado, no el futuro sin calibrar. Mañana saldré a una librería. Ya sé qué libro quiero. Porque hay un cortejo fascinante en el hecho de adquirir uno, de apropiarse de su infinita hechura de abismo y de cielo, de todo lo grandioso que existe en la restitución de un mundo del que no se tenía noticia. Luego el libro se apropia de ti: te cambia, te hace incesantemente otro.
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