29.4.23

Nuevo perpetuum mobile

 



Todos los solitarios del mundo son fantasmas anticipados. 

La pértiga describe la locuacidad del ojo.

El poeta es el cartógrafo del alma.

Un poeta conoce la longitud del éter. 

El teólogo es un novelista del aire. 

Todos los feligreses son, en el fondo, teólogos novatos. 

Dios es el crononauta favorito de todos los novelistas de ciencia-ficción. A Dios se le reserva siempre el papel principal de todas las tramas cósmicas. Dios es el creador de la más hermosa narrativa preternatural. 

Dios es ágrafo. 

Dios cuenta las sílabas de un poema infinito. 

Dios sueña todavía. 

El escritor siempre fornica con su prosa.

El lector es un voyeur. 

No hay actividad más privada que leer. 

Leer es traducir. 

El náufrago escribe monólogos de alga.

La fatalidad carece de efemérides.

El azar escribe renglones torcidos para lectores perezosos. 

La fortuna es el numen.

Lo dijo Shakespeare o su negro: desconfía el viejo del joven porque ya lo fue

El pecador es el que oye que alguien le acusa de sus pecados. El que delinque es laico; el que peca, no.

Cioran gemía, tumbado en su sofá, esperando que los lamentos le abriesen los poros y le entrara a tropel el conocimiento. 

Kim Novak apareció anoche en un tramo irrelevante de un sueño mío muy huidizo. Hoy me duele Kim Novak en los ojos y tengo la mirada como perdida y la cabeza a ratos me descabalga de la realidad y me empuja, alucinada, al sueño que no retuve. 

Me duele Hitchcock a la altura de todas sus rubias.

Todos estos años de cómplice matrimonio con el aire y cuesta todavía meterlo entero en el pecho y sentirlo estallar dentro. 

Puede suceder que en unos años la vida vaya en serio y tengamos que armarnos finalmente de valor para andar con firmeza. 

Cómo echo de menos que Gil de Biedma, en estos tiempos de zozobra y de vértigo, nos contase qué pasa. Hace falta que nos lo cuenten bien, en todo caso.

Lo peor es perder tan miserablemente el tiempo y acabar descubriendo que hemos gastado los años y todavía nadie nos haya dicho qué bien planchada llevas el alma. 

El alma no hay quién la entienda. Hay que echarla a los perros. Que se la coman entera.

A veces vivir conduce a irnos queriendo mucho, a entender los retos, a domiciliar en la memoria piezas de un sueño, historias recientes de amores imposibles y de pasiones evitables, desmayos a última hora de la tarde frente a un disco de Sarah Vaughan, besos muy logrados tras años de fatigado oficio. 

Me quiero mucho.

Todo el amor que yo puedo sentir cabe en un verso de Pessoa, pero no de los tristes, no de los que te hunden, no de todos esos versos de Pessoa que huelen a papel antiguo.

En verdad fuimos hermosos, pero la belleza ya no es útil. No sabemos qué es útil. La belleza, a veces, no basta.

Ha llegado la hora mineral, la gran hora sin maquinaria que somete el azar a un pulso siniestro, que comete imprudencias del tamaño de un corazón sin amarre, que escribe convulsos versos de amor con menuda caligrafía de principiante. Ha llegado el corazón más humano a conveniencia del que escribe, varado en la trágica evidencia de estar perdiendo la inspiración a medida que se acaba la batería del portátil. 

Ha llegado la hora de escribir las grandes palabras. Creemos que las grandes palabras están en las obras de la religión, pero hay grandes palabras en los juegos de los niños, en las canciones de pop más livianas, en lo que decimos cuando alguien nos saluda o nos pide que le confiemos un secreto.

Donde la noche nos habita. donde las palabras declinan oscuros favores y erigen inmensos páramos, lugares para el abandono, jardínes que sólo holla el viento. 

Los poemas de los quince años vuelven. Sería incapaz de escribir uno ahora. No lo considero ni mío. Ni esto que escribo, una vez lo termino y el editor lo registra, me pertenece siquiera. Toda la literatura es anónima. El que la escribe, al leerla, la cree ajena.

Me encanta buscar en el diccionario el léxico de mi fracaso. Páginas enteras. Palabras mías. Historias que no imagino en otros.

Afuera todo se abisma y concluye. 

La fragilidad de las cosas. 

La posición de los astros. 

El peso de la cordura.

Triste andamiaje de los años, travesía sin término, espejo inocente, la herrumbre secreta, el insomnio tan urdido. 

Me duele el pecho. Se me abomba el pecho. Parezco John Hurt en el Nostromo.

Los años ocultan siempre la verdad. Algunos la ocultan con más oficio. Otros no se manejan en estas frivolidades y se advierte la siniestra trama en los meses bisiestos.

Bien está contar con un biógrafo propio, uno que constate el vértigo de haber vivido, uno que argumente la miseria y la gloria y dé crédito a los placeres depositados como memoria festiva, en su costra. Óxido en júbilo. Unos versos de Leopoldo Panero (otra vez) anoche. 

Nunca me ha pasado con Garcilaso de la Vega, con Kafka, con mi buen Borges, una noche de farra metafórica. 

No sé a qué este desvarío mío. Con qué propósito mi delirio lo urde.

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