Michael Philippot (Foto)
La palabra hambruna es de una insolencia que intimida. Es como una bala que está en la boca del cañón, con toda su inminencia de sangre, a punto de zanjar alguna distancia e incrustarse en la carne a la que mira, rompiéndola, reduciéndola a un amasijo infame. Hambruna bastarda, hija de todos los males, evidencia de todos los pecados, pero las palabras no conquistan el estómago, no ocupan el vacío que le araña las paredes y lo enloquece. Las palabras, incluso las más nobles, las que tienen un cometido más alto, no sirven para nada. Uno ya está al cabo de la inutilidad de las palabras. Las que pronuncian los políticos son huecas, son miserables en ocasiones, y las de los poetas son inofensivas, no hacen otra cosa que engalanar el aire o enturbiarlo más de lo que está, pero no son útiles. Este niño que busca comida a las afueras de Addis Abbeba, en Etiopía, no sabrá entender ni al poeta ni al político, no tendrá con qué fijar la atención y ver qué pueden hacer por él. Tampoco el paisaje hace nada por él. No hay nada en este mundo que lo conforte mientras camina hacia no se sabe dónde. Es la incertidumbre la que duele juntamente con el hambre. Afuera no la vemos, aunque hay quien podría contradecir esta ignorancia mía y poner en el cuaderno de la tristeza su malandanza y su miseria. Hay paisajes devastados en las grandes ciudades también, calles en las que ni siquiera hay un mal árbol o una señal de que debajo de la tierra dura hay agua o una raíz que llevarse a la boca. El primer mundo busca al tercero y en ocasiones, cuando no miramos, se abrazan y se cuentan sus cosas, en una intimidad insolente, de las que intimida. El mundo, de mal hecho que está, permite que alguien camine las calles o los desiertos, aplace la felicidad o considere que no es posible encontrarla y solo persiga llenar la tripa, contentar al cuerpo, al bastardo del cuerpo, que solo quiere su ración diaria de agua y de pan. Qué triste todo, qué imposible de entender. Hay palabras de una desolación absoluta. Ni debieran haber sido forjadas en la fragua del lenguaje. Nombran el terror puro, se acrisolan despacio, buscan quien las pronuncie una última vez y se atrofien hasta desvanecerse. Palabras que duelen con sólo verterse.
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