Hay algunos datos fiables que contribuyen al engrandecimiento épico de la figura de Tom Waits. Otros lo agrietan, lo empequeñecen, lo revisten de esa rutina de lo ordinario y de lo muy visto que vale para cualquier hijo de vecino. Basta un biógrafo exhaustivo, caído ante la altura del mito pero en posesión de material contrastado sobre la vida del cantante para consentir cierto relajamiento en el idilio con ese malditismo que siempre le rodeó. Lo nació su madre en el asiento trasero de un taxi. De ahí en adelante, el viaje fue la norma de su existencia. Uno interior, que puede reemplazarse con todos los que han visto en alguna ocasión las babas del diablo. Otro, más estandarizado, exterior, conformado por las exigencias de un mundo al que, inevitablemente, debía plegarse, considerarse un miembro más, hacer que todo funcionara como si de verdad pudiese entenderse en su compleja extensión. Hay una prótesis sobre el pasado de la bestia que se puede extraer del miembro y exhibir en circos y en galerías de arte moderno, según convenga. Es la leyenda del bourbon contra los efectos balsámicos del té, es el binomio ya conocido: madre religiosa radical y padre alcohólico absoluto. Es el corazón en continuo júbilo creativo en los bares mugrientos contra el confort del nuevo status burgués ganado a pulso y convertido en cura tóxica. Es el combate que el crápula ha perdido contra el integrado. Detrás de estas inconveniencias biográficas, que no están en modo alguno diseñadas para hacer ganar estatura narrativa al biografiado, está su mujer, Kathleen Brennan, dramaturga, elegida por Coppola para algunas cosas de los ochenta, que lo mantiene a raya, que lo asesora sobre qué debe cantar y a quién debe votar, sin ese bendito don de la ebriedad que le sacó del alma quebrada las piezas maestras de antaño. No es fácil custodiar la memoria de este hombre: se deja escoltar por malas compañías, bebe a morro, escucha música diabólica, tiene cara de partirte la tuya.
Barney Hoskyns acometió la hazaña de escrutar los signos del vagabundo Waits: los compiló, los hilvanó, esmeró la caligrafía obscena de los años con grumos del poeta salvaje y sacó al mercado un libro. Acaba de salir: La coz cantante: Biografía en dos actos. Lo edita Global Rhythm, tiene más de cuatrocientas páginas y sale por unos treinta euros. Hoskyns ha estado dos años husmeando en el sotano, registrando cajas abandonadas, cerrando bares favoritos del mito. Airea que Tom Waits es un tipo muy celoso de lo suyo: ya tenemos el personaje así que vamos a dejar en paz al hombre. "Una canción debe tener su propio sistema nervioso: la melodía es como el humo, el ritmo son las toses". Sabemos, a lo que ahora se lee en las reseñas periodísticas que provoca el libro de Hoskyns" que Waits guarda en el frigorífico un martillo, un bote de alcachofas y otro de pegamento. Sabemos que su voz orgánica no proviene del abuso de los licores de Tennessee sino de un catarro mal curado. Sabemos fue camarero y conductor de camiones de helados y que vendió aspiradores. Datos. Luego vino Bukowski al que agradece que le haya proporcionado la melodía de su vida, aunque tampoco lo bendijo: le quedaba corto el personaje.
La melodía es como el humo. El ritmo son las toses. Tom Waits tose, ruge, distorsiona el registro aceptable de una voz entendible. Pero la voz de Waits no precisa que se la entienda: es un instrumento al que ocasionalmente le añadimos el extra de las palabras, que dan un sentido mayor y agrandan (y cómo) el mensaje. Lo que Tom Waits canta es un lamento. Blues al que incorpora ramalazos conscientes y vividos de opereta o de cabaret o del primer rock antes de que se enfangara con las existencias del mercado. No tengo ningún disco favorito de Tom Waits: la etapa primera, cuando estaba ebrio y parecía un perro apaleado, es formidable. La siguiente es igual de abrupta y está calada hasta los huesos con el mismo catecismo de dolores y de aullidos. A mí me parece uno de los tipos más originales que ha parido el siglo XX. Con independencia de que haga música o de que escriba sonetos o de que se crea Van Gogh y contemple sus canciones como paletadas de colores, ricas emanaciones cromáticas para combatir el gris que impera en el aire.
La circunstancia disuasoria no existe: ayer acometí de nuevo (cuántas veces ya) la escucha de un disco de Waits (Rain dogs, 1985). Lo introduje en la bandeja del CD y me apoltroné en el sillón, mirando el cielo a través de la ventana. No sé en qué momento sentí la necesidad de apagarlo. Me aturdía la crudeza, por decirlo de alguna manera. Sentí (lo he sentido en más ocasiones) que el arrullo del amigo Waits era contraproducente, me hería, me dejaba tocado, ahí en el sillón, que Tom Waits debía dosificarse, guardarse para ocasiones en que no ande uno muy tocado, pero por otra parte, he aquí tal vez la parte más jugosa, permanecí en esa voluntad de dejarme impregnar y llegó un momento (Hang down your head o Time, muy a la mitad de la obra) en que todo fluyó con absoluto confort, era yo el izado, el conmovido, el transportado con mucho mimo hacia un territorio que no esperaba y en el que me sentí agasajado, conmovido. El de Tom Waits ayer, a media tarde, fue una coz dulce, un dolor necesario. Es el vagabundo reconvertido en algo parecido a un señor que ya no se mueve por la mugre, ni se casca el corazón en garitos de mala muerte, antes de que el sol le indique el camino de regreso a casa. Ahora recordará la época en que recorría el desierto de Arizona a dedo, cuando inventaba canciones sobre el dolor, plegarias rudas, de escaso afecto por la armonía, pero arrebatadoramente íntimas, sacadas del fondo de un derrotado, aireadas con el viento favorable de todos los perdedores. Se me ocurre que no cante, que no sean canciones lo que nos ha ido dejando, sino recitados de alguna religión periférica, más ocupada por pecadores que por santos, inclinada a reverenciar el humo, las toses, todo ese veneno del alma. Queda en replicante tumultuoso de sí mismo, en una especie de heraldo de un paraíso abandonado, más que perdido. Ya no se estila ese recorrer la noche como si el día apestara. Ahora todo está embadurnado con la misma mediocre paleta de colores.
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