27.4.23

Aquí hay dragones



Aventurarse es siempre un riesgo, un vértigo. La decisión fluctúa entre el vértigo exterior y el interior. De la primera teníamos experiencia, no siempre buena, pero hecha costumbre, hábito adquirido. De la segunda prevalece la idea de la ignorancia. No había propiedad de esa circunstancia, ni manejo fiable. Ha cambiado la cartografía, nos han extirpado esa extensión del espíritu. Estar a salvo, en casa, es el mandamiento primordial, pero tampoco tenemos instrucciones de eso ni en esa intimidad se asegura cobijo. Afuera hay dragones. De la casa prevalece su atributo más razonable, siempre lo tuvo, el de servir de cobijo ante la adversidad o ante el destrozo de exponerse extramuros suya, en la jungla del asfalto, en la hondura del bosque. 


Ahí están las criaturas del mal. Hic sunt dracones: aquí hay dragones. En la antigüedad, se usaban monstruos a los que temer para cartografiar los territorios nuevos o sin explorar. Era la advertencia a navegantes. En cuanto salgamos, nosotros seremos los navegantes. Habrá dragones. Serán territorios que se nos habrán olvidado. Las bestias han emergido. No son las conocidas. Tienen otro perfil, carecen de volumen, ningún sentido las percibe, tan sólo apreciamos la devastación que causan. Hasta entra en lo posible que los dragones hayan hecho plaza en casa, los tengamos sin que se tenga noticia de ellos. Nos invaden con sibilina y artera eficacia. El aire está corrompido. Las palabras, incluso las más nobles, no combaten el miedo. 


Contra la idea de que el dragón es criatura de índole fantástica está la que lo adhiere al rigor de lo real y se inmiscuye con arrebatadora diligencia en la realidad, ya que cuenta con la virtud de mutar en cualquier otra especie con la que trabe alguna afinidad moral, por irrelevante o fugaz que sea. Esta mutación no se constata por mecanismos empíricos: paradójicamente se da con más entero entusiasmo en el plano de lo metaforizado. Es fama que el dragón fue un dios en los tiempos en que los dioses eran reprobados por el hombre, aunque se ganó el afecto o procuró el miedo de emperadores y sacerdotes y encontró un altar en los templos. Aparecen en todas las culturas, se representa en todas las épocas. Se le ofrecían corderos y, en sociedades de más atávico temor, el exvoto era humano.


 Hay menciones que lo describen con cien cabezas y hasta la que le fija una apreciativamente humana. El agua en la que concedía aliviar su sed tornaba veneno tras hocicar en ella, el aire el derredor suyo ardía insoportablemente, la noche se cernía con mayor aplomo y presteza cuando batallaba contra algún ser que rivalizara con él en cólera pura, por lo que se le confinó en el sueño de una de las meretrices del palacio en donde, con extremo empeño y fortuna, por temor a que se extraviara y causara el caos, había sido recluido. 


Cuando se le atribuyen cualidades humanas, el dragón torna en siniestro su, salvo que se le violente, acostumbrado plácido gesto y se deleita en hacer que arda el viento y se corrompa la carne. Abundante narrativa heroica advierte que es inmortal, aunque se le pueda dar muerte con la prosperidad del acero. Una vez que su corazón se detiene, el cielo se quiebra en nubes, la sombra censura la luz y, en esa oscuridad anterior al tiempo y al espacio, el dragón susurra en un sortilegio una palabra que lo anima y lo devuelve a la vida. Es secreta esa palabra y duele el corazón humano cuando la escucha. 


Hay quien entiende que todas estas leyendas son intrascendentes y únicamente ocupan los miedos de los niños y quien otea el horizonte por si entrevé la ominosa presencia de la bestia. Es privilegio de algunos poetas escuchar su voz cuando alguien deja este mundo y su alma comienza a abandonar el cuerpo. No siendo transcribible su idioma, se cree que encomiendan al espíritu del finado que vague por la tierra convertido en caballo o en rana o en pez de colores hasta que la fatiga de esa vida agradezca la posibilidad de morir definitivamente y no dejar huella alguna en la tierra. 


Los vikingos recrean un dragón en su escudo, pero no conocen la literatura ancestral de esa deidad a la que confían la salvación de su alma. Ya no abundan los dragones. Quien posee fino oído para las maquinaciones de la materia, intuyen su presencia en animales insignificantes: en insectos que se demoran en una rama de olivo, en perros que ladran cuando los baña la luna de agosto. Obran con esa timidez porque están cansados o porque nada de lo que les circunda los hace felices.


Quien niega la existencia de los dragones suele acabar devorado por uno. Los impuros de espíritu tutelan uno en su interior que acaba por imponer su materia maligna y ocupa todos los actos del que lo  transporta. Los que condescienden a creer no les temen, carecen de horror primario a lo preternatural ni precisan contentar al monstruo con sacrificios de ninguna especie. La presencia de una mujer, princesa si es posible, atada a un poste para que el monstruo la despiece es la imagen terrible y perdurable del destino del dragón, por lo demás, también terrible. Se lee en libros rigurosos que no fue la espada de San Jorge de Capadocia, llamada Ascalón, como el avión que transportaba a Churchill, la que ajustició a la bestia, sino el tumulto de lugareños envalentonados. Su sangre, al verterse, hizo que de la tierra brotasen rosas de un rojo insoportable. A veces pueblo vence a sus monstruos sin la injerencia de un héroe. Van quedado pocos. Como dragones.

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