"La gente del Café Lehmitz tenía una presencia y sinceridad de la que yo carecía. Estaba bien estar desesperado, ser tierno, sentarte solo o compartir la compañía de otros. Había mucho calidez y tolerancia en ese establecimiento ya desaparecido."
Anders Petersen
Hasta hace poco no supe que la fotografía de la cubierta de Rain dogs, el estupendo disco de Tom Waits, era de una serie extraída del álbum Café Lehmitz. Son Lily y Rose. El café ya no existé, pero durante los 60 y parte de los 70 alojó a los parias de Hamburgo. Anders Petersen guardó la memoria de ese limbo en mitad de dos mundos con su Contax T3. Los desheredados de la ciudad, los que se perdieron en el camino, se reunían en ese bar y compartían esa hermandad privada, en donde desentonaba cualquiera que exhibiera la felicidad en la ropa o en los dientes, en el gesto o en la billetera. Pobres del mundo, unidos en el calor fraterno de una barra, dejándose fotografiar por (imagino) uno de ellos. a salvo de un mundo del que no supieron entender la trama. Tampoco la entienden los que no frecuentan el Café Lehmitz. La diferencia entre unos y otros consiste en que los inquilinos del Lehmitz han renunciado a entenderla. El mismo Andersen, un fotógrafo de dieciocho años, no la entendía. Sabía en todo caso que su cámara vería lo que sus ojos no comprendían. Hizo más de 300 fotografías y las expuso en el mismo café. Los protagonistas de la exposición tenían hablado que podían retirar las tomas de las que no se sintieran a gusto. Nadie lo hizo. Prostitutas, proxenetas, clientes, pequeños y grandes delincuentes, borrachos, homosexuales, marinos, travestis, drogadictos, gente sola en el mundo, todos se reconocieron como la familia que en verdad era. Una extraña, ya me entienden. Pero todos sabemos que hay familias afuera, en Hamburgo, en Londres, en Madrid o en donde el amable lector resida, que no se abrazan ni se cuentan sus cosas con una taza de café de por medio. Que viven en la apariencia de que se quieren, el simulacro consentido de que se aman. Éstos, al menos, son honestos, no se esconden, dan lo que hay y lo dan sin buscar nada a cambio. Recuerdo ahora una frase durísima que se deja oír todavía de vez en cuando. "No tiene a donde caerse muerto". Esta gente sí tenía, al menos, un escenario de confianza. El público era al tiempo el autor y el intérprete de la obra. Andersen era un extra. Uno fiable, entiendo. El que registra los ensayos y luego se esmera en no perder un detalle de la gran representación. La fotografía es un arte mayor porque, a diferencia del cine, de los 24 fotogramas programados en un segundo, escoge un momento en el tiempo, un instante brevísimo que la imagen en movimiento pasa por alto. No escuchamos el entrechocar de los vasos. No sabemos si hubo una vieja radio o un pick up que airease canciones de la época. Tampoco si el olor a nicotiina y a alcohol, ese olor rancio que habita en los bares, lo impregna todo de una forma insoportable. Quizá no necesitemos esas certidumbres a cambio de otras que engrandencen el resultado final. Las caras perdidas. Los cuerpos vencidos. La derrota como un signo de belleza también. Ébrios, ignorantes, felices, la gente del Lehmitz. Anders Petersen con su Contax algunos años después de su estancia en el Lehmitz. La cámara, a lo visto, no ha cambiado. Sigue hurgando en la realidad, extrayendo de algún modo su esencia invisible.
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