Se puede estar contra ella o a su favor, entenderla o desentenderse, pensar en qué podemos hacer para que mejore o no tener inclinación personal alguna hacia su mantenimiento y sustento. La idea de la patria es complicada. Parece que el hecho de nombrarla delatara algún tipo de adhesión ideológica, cuando no debería inferirse pronunciamiento político de ningún tipo. Al modo en que uno cuida su propia casa y se esmera en que medre, los países reclaman atenciones, no siempre discursos. No conviene hablar mal de ellos. Ni del país propio ni del ajeno. El hecho de que hayamos nacido en uno es aleatorio, bien podríamos haber pertenecido a otro, pero tampoco la vida que se tiene es la que se planea de antemano. El lugar en donde vivimos, lo escuché anoche en una de esas tertulias de radio, es una extensión del mismo cuerpo, una especie de prolongación abstracta, pero de fácil manejo, si no nos ponemos belicosos y a todo le ponemos traba y reparo. Hay quien disfruta en ese manejo de las cosas. Quien evita nombrar a España y dice "este país", como si el refrendo semántico alentara una querencia de la que no se desea alardear o como si no conviniera pronunciar la palabra que la nombra. España no es abstracta, eso no lo escuché. Es tangible. Incluso si le extirpamos la parte exportable, todo cuanto se usa para representarla y de lo que habría que prescindir para entenderla, España es más que una ordenación territorial, mucho más que una bandera que ondear cuando se gana una competición deportiva. También es una incógnita, un tema de conversación. No creo que haya muchos países que les preocupe tanto su noción de nación, perdonen (si pueden) la aliteración. Nunca he visto un francés renunciar a su condición de francés. No hace falta extenderse en la dimensión moral que para un británico (da lo mismo que abrace Europa o la rechace) tiene Gran Bretaña. Aquí hay un empacho de patria, de acuerdo. Tal vez no hayamos salido todavía de esa ingesta atropellada, impuesta. Tampoco se sabe bien cuánto tiempo necesitaremos, en qué momento recuperaremos esa propiedad semántica. Lo demás es posible que concurra por añadidura. Primero nos hacemos dueños de las palabras. Ellas se encargarán de nombrar la realidad y hacer que su manejo sea más sencillo.
Hasta donde yo sé, por lo oído o por lo entrevisto, por lo leído o por lo entendido, no hay manera de que salgamos del marasmo sentimental de la patria, no hay forma de que unos y otros la sintamos propia al modo en que es propia la casa o la calle en la que vivimos. Se es más de barrio o de ciudad, se es de Córdoba más que de Andalucía y, por supuesto, hay quien se postula andaluz o aragonés o catalán antes que español. La españolidad ha quedado en asunto pintoresco, en argumento literario. No sé bien qué hubo, algo tuvo que haber, para que se desmontara la idea de España, que estaba en proceso de montaje para algunos y montada, bien montada tal vez, para otros. Se ha contaminado la propia palabra que la explicita: España. Sólo la consideramos nuestra cuando hay un evento deportivo (fútbol las más de las veces) o cuando los desestabilizadores de la periferia la zahieren, la cogen a dos manos y la arrojan a los perros. Ahí, cuando la atacan, sacamos el fuego interno, el larvado; ahí nos declaramos españoles por la gracia de Dios y exhibimos la bandera en el balcón o el pin en la solapa. Lo que no hay es un término medio. Se puede amar el país en donde uno ha nacido sin que intermedie la tragedia. La de ahora, la partición de España en fases, la demolición brusca de la convivencia, es una tragedia de la que saldremos, a qué ponerse triste o pesimista. No porque seamos fuertes o porque España merezca el esfuerzo. Quizá salgamos por mera inercia. La naturaleza siempre corrige sus desvaríos, enmienda sus errores. No estaría de más que arrimáramos nuestro trabajo para que no todo dependa del azar, ese gobierno en la sombra. No digo solo la clase política. Se puede salvar un país con una mascarilla que nos tape la cara. Qué sencillo gesto de civismo y de responsabilidad. Pero eso es otro asunto.
En los amores de las películas, en los melodramas, sucede con frecuencia que sucumben los amantes. Cae uno o cae otros o incluso los dos. En el problema de España, como querían los noventayochistas, hace falta una pedagogía, un vademécum en el que se relaten los fármacos que precisa para que progrese como país igual que otros lo hacen pausada y casi imperceptiblemente. Yo, de entrada, no le tengo un fervor excesivo, pero tampoco la repudio. Tengo ratos en que me duele y otros en los que no me preocupa lo más mínimo.Podían haberme nacido italiano o de Mozambique, pero quiso el azar que mi madre me alumbrara cordobés y es ésa la marca que me fue impregnada. Pasa con los países como con la religión: o se cree o no se cree. España es un asunto de fe, tal vez sea cierto. Quizá las nacionalidades sean en el fondo religiones camufladas, convertidas en un apaño político o histórico o folclórico. El territorio, leí una vez, es el grado cero del paisaje, pero primero es el paisaje, primero son los árboles y los ríos, el campo que se extiende donde acaban las calles del pueblo. Puestos a amar, yo amo el paisaje, el que he visto siempre, con el que he crecido. Todo lo demás es un añadido interesado. Recuerdo eso de los ingleses de que allá donde deje el sombrero, ahí está mi casa. Es una hermosa reflexión, dice mucho, demuestra mucho. La liturgia de la patria importa más que el objeto ofrecido en ella. Somos más de iglesia que de Cristo. Si mañana nos pidieran que hiciéramos algo por salvar a España, vaya usted a saber si no sucede, cosas más extrañas estamos viendo, deberíamos empezar por sentir orgullo. No el tipo de orgullo belicista del que cree que lo suyo es lo mejor. Se suele entrar en ese emponzoñando (en el fondo) vicio de sostener que los raros son los otros. Esa idea de que los que no nacieron aquí no entienden, no pueden ni siquiera entender, si se les instruye. La patria se aprende también. No hace falta haber nacido en ella para apreciarla. Está lloviendo y a medida que arrecia el agua más se nos rompe el paraguas. Pues eso.
1 comentario:
Me gusta mucho lo que dice Zizek, detra´s de cada limpieza étnica, hay un poeta.
La épica de la patria es la que hace a la patria, la que la construye, y en realidad, la patria sólo puede vivirse como sueño enfebrecido, como inconsciente colectivo, o, si se es lúcido, como una herida dolorosa.
España es para mi la de los caínes sempiternos, la del díptico amargo de Cernuda, es un dolor del país que podría ser, y sólo cobra vida si se está afuera, y en la forma de una o dos calles, unos pocos sabores, una tribu de caras familiares, un recuerdo de infancia (esa verdadera patria del hombre) y un millón de omisiones.
Es este un país muy consciente de no haber cuajado, porque para cuajar hacen falta muchos muertos diferentes, unas cuantas revueltas, muchos mitos, y una sana mala memoria.
Es este un país de odios apasionados, irreconciliables, de agravios y distancias ideológicas, de guerras civiles, y de sucesión, de exilios, de expulsiones de minorías, de reconquistas y de santas cruzadas, de cuarenta años de paz sin paz, de duelos a garrotazos, y sin embargo, creo, idealizamos otros patriotismos. Los verdaderos patriotas, a menudo, son traidores y apóstatas, los Dreyfuss, Sophie Scholl, Snowden. Quizá los verdaderos patriotas son apátridas.
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