El jazz es un trozo del corazón de quien lo escucha.
También una parte de su memoria, una en la que algunos de los recuerdos que atesora tienen jazz de fondo.
El jazz tiene el don de la fiebre y también la esencia de su bálsamo.
A veces el jazz es un tren a pique de descarrilar que logra enderezar su vigor centrífugo y retoma con dulzura la senda o un martillo sublime, inspirado y elocuente, que golpea una tela de seda hasta que el metal muta en seda y se produce la transubstanciación de los cuerpos y son uno.
A veces un refugio o una caricia o un templo.
Al jazz se le encomienda esa alquimia, esa liturgia.
Nunca se arredra, no tiene flaqueza en el ánimo, restituye con el arresto exacto lo que se le exige, no duda, ni se esconde, abandona el trayecto que se le asigna, parece perderse en digresiones y en atajos y regresa a la columna melódica sobre la que se iza y brilla.
Se ama el jazz por lo que no cuenta.
A diferencia de otros registros, el jazz circunvala la información: la esquiva, la retuerce, la esconde, la elimina, la rescata y, al final, rinde cuentas de su esplendor.
Importa el merodeo, la comisión de ese impulso puro de belleza.
El músico regala la melodía principal, nos declara solventes para retener, al menos, unas líneas tarareables, un asidero fiable, pero después renuncia a la formalidad, se declara libre y avanza (a trompicones, a capricho de su genio, sin vacilaciones) sobre una mullida alfombra.
Los músicos de jazz, incluso los que han logrado un óptimo estado de ensamblaje sonoro, van siempre por libre: realizan piruetas melódicas que amenazan el derribo absoluto de la pieza, crean ilusiones mentales en las que uno sabe con más o menos certeza de qué lugar partió pero desconoce enteramente al lugar al que le dirigen.
No es importante ese matiz, no del todo, al memos.
En algunos casos hasta podemos encontrar piezas sin nexo con la realidad: limbos, estadios intermedios entre dos diferentes grados de belleza, el dominio de la creatividad sobre la rutina, la evidencia de que la música es infinita y nuestra capacidad de asombro inasequible.
Un disco de jazz, bien escuchado, atendiendo a todas las capas de sonidos que ofrece, puede ser inagotable.
Al modo en que el feligrés se ofrece al dios que lo observa en la homilía, la escucha del jazz es también una comunión, una a la que la razón no puede rebajarla al lenguaje que le es propio, una religión con todas las instrucciones de uso, incluso las paganas.
El jazz es una ventana que invita a todos los paisajes.
El jazz es el triunfo del espíritu, la gloria del corazón cuando tiene conciencia de sí mismo
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