Uno presiente la inminencia del caos en indicios levísimos a veces. Paradójicamente, a pesar de la constancia de esa perseverancia, la del mal haciendo acopio de mal, travestido en una apariencia escasamente sospechosa, no se le planta batalla, ni siquiera se consigna su presencia, ni se hace acta de su influencia y progreso. Metrópolis da un aviso de la infamia que habría de devastar el siglo XX, que acababa de zafarse de una gran guerra y tenía otra devastadora por venir. Lo hace con insolencia, con la brutalidad de la belleza también: recurre a una distopía con el convencimiento de que la ciencia-ficción (recién acuñada seriamente como género) podría trazar una narrativa elocuente, explícita en casi todos sus aspectos. Lang dibuja un paisaje desolador: la sociedad del bienestar vive hedonistamente arriba, en el esplendor de la superficie. Por el contrario, otra sociedad bulle en el subsuelo, sometida, insensible, ciega y sorda y muda, enfebrecida, salvajemente explotada, enferma e incapaz de exhibir una brizna de solivianto. Ahí están las masas de obreros alienados en la escena de cambio de turno. No se encrespan, no tienen aún ese recurso, admiten su función en la trama del capitalismo, ni siquiera comprenden esa función: la acatan.
Metrópolis es la declaración de principios de una sociedad arrojada al vacío o al fascismo, que es la sublimación de la élite y la consiguiente sumisión del proletariado. María, el robot, la máquina erigida como tótem de la divinizada tecnología, conduce a la masa trabajadora a su liberación. Es el Amor, su símbolo. No solo ese idílico mensaje prevalece: hay venganza, esa humana extensión de la decepción o de la justicia. Nada que no haya sucedido después, en otro orden de cosas, en la construcción de la civilización y en la inextinguible todavía lucha de clases. Hoy la lectura de Metrópolis es válida para comprender el hilo de la Historia y planear (con sacrificios, con cesiones, con consensos) la Torre de Babel del mundo. Estamos en ciernes. Está aún el caos al acecho.
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