Uno viste a veces sin esmero, ocupa el cuerpo con la ropa que lo cubre, no privilegia una sobre otra; en todo caso, desestima más que elige. Triunfa la impertinencia de un abrigo y le concede a otro la representación de una estética. Hay quien se desmadra y quien se ajusta a un canon. También quien le atribuye a su vestimenta la consideración que no se asigna a sí mismo. Se cuida más la apariencia que el interior, podríamos decir. Annie Hall, una Diane Keaton en absoluto estado de gracia, es muchas cosas todavía, pero sin entrar en materia narrativa, en los conflictos de la más que original pareja protagonista, una que perdura es el vestuario de la actriz, que no fue impuesto, sino sacado del propio armario, como si no hubiese actuación y Annie Hall, el papel escrito por Woody Allen, fuese la propia Keaton. De hecho la realidad es una trama no registrada, confiada al azar, en la que la ropa, la verosímil y la excéntrica, la medida y sopesada, contribuye como un ingrediente más.
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Comparecencia de la gracia
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