19.1.20

Dibucedario de Ramón Besonías 2020 / 15 / aÑoranza


No siempre es mala la melancolía, que ahora los modernos travisten de depresión. Tiene su regocijo moral o incluso intelectual. Uno echa en falta la tierra en la que creció o donde fue feliz o añora a alguien a quien se tuvo cerca y ahora no está. El melancólico es un ser privilegiado, en el fondo. Su alma está afectada (lacerada, iba a escribir) pero resuelve regocijarse en ese extravío, en esa especie de delirio del espíritu en el que no nos satisface lo que tenemos, sino lo que tuvimos, cuanto una vez fue propiedad nuestra (también esa palabra tiene en estos días un peso, una discusión y hasta un discurso, ideológico o no) y ahora no lo es. Es verdad que la añoranza es un asunto estrictamente privado. Cada uno la lleva como desea al igual que no hay dos personas que entiendan el amor o la amistad o la educación de los hijos en la escuela (vuelvo, no se me va de la cabeza el envenenado pin parental de marras) de la misma manera. Pero hay algo común en quienes hemos sentido la saudade, como hubiese escrito Pessoa, que ilustra esta reflexión de domingo. Es el hecho de que se vive bien en el anhelo, en el deseo no cumplido, en la inminencia que no cuaja enteramente o no se materializa del todo y tan sólo da avisos, pequeñas insistencias que no terminan por ser una presencia tangible, una manifestación auténtica del deseo que nos reconcome. Se echa tanto de menos las cosas que se las sublima, se las sacraliza, permitidme el verbo. Están ahí, a mano, nosotros las adornamos de llanto o de risa, a conveniencia. Es el deseo inefable, cierto. No hay manera de que podamos argumentarlo fiablemente, bajarlo con eficacia al terreno de las palabras y exhibirlo para que otro pueda entenderlo y, al compartirlo, nos consuele y reconforte, que no es exactamente lo mismo. El desánimo, al impregnarte, te hace más sensible. Los que añoramos algo o a alguien poseemos esa voluntad de no darlo todo por perdido y tener a la vez la sensación de que nunca podremos ver cumplida esa voluntad. En esa contradicción gozosa es en donde está el numen que hace que se escriba o se cante, da igual qué disciplina artística vuelque el dolor y no esté tan en lo adentro, no vaya a ser que de verdad acabe por dañarnos. Ya sabemos, por boca de Pessoa, que el poeta es un fingidor: finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente etc.

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