Hay libros que te vacían mientras los escribes o que te impiden continuar tu vida normal una vez los has acabado. Imagínese el lector que la Biblia hubiese sido escrito por un solo apóstol. Una de las circunstancias que provocan ese delirio es la presencia del monstruo al que se ha de dar caza. No es sólo la que acomete el capitán Ahab en la historia escrita por Melville sino la del propio Melville, enfebrecido por la constancia de que la ballena blanca (el monstruo, el leviatán) sigue viva, aunque tenga el tamaño de un gusano y vaya y venga a su antojadizo capricho por las estancias de su cabeza. Lo que arrancó como una novela de aventuras terminó como un libro de oraciones. Moby Dick es la respuesta a todos los salmos de la Biblia y es también una exégesis del héroe que busca en la gran ballena blanca la redención de su causa, que es (en el fondo) la de un ser humano asustado, cobarde, amendrentado por las hordas del mal y consciente de su ineficacia para combatirlas.
Moby Dick es una novela que produce náuseas. Parece, por tramos, que estés en cubierta del Pequod en mitad de una tormenta y te zarandease el mar sin compasión alguna. Sientes oprimido el corazón. Deseas que la novela acabe o deseas no haberla comenzado. En esa diatriba malsana estriba su fascinación. Cuando la lees, ves al monstruo, lo sientes cerca, sospechas que lo tendrás a la vista al doblar una esquina de camino al trabajo o al asomarte por la ventana y otear el horizonte moteado de tejados y antenas. Es un pájaro, uno enorme que tiene forma de ballena. Que sea blanca es una de las más pertubadoras evidencias de la naturaleza terrorífica del argumento: el hombre a la caza del Diablo, el hombre sustituyendo la cruz por un arpón y navegando, como un alucinado, los mares del Señor para destripar sus pecados y ofrecerlos en íntimo sacrificio. ¿Novela teológica cosida a un argumento de éxito entre adolescentes ávidos de peripecias épicas? Pues claro, he aquí el misterio supremo: que las vestiduras casi nunca informan sobre la carne que tapan y todos (según acudan) vayan siendo cumplidamente abastecidos de milagros. De eso, al final, se trata. El capitán Ahab acude a la trama como un loco erudito, una especie de talibán de los mares y termina comido de venganza, perdiendo la mesura. También (a decir de los suyos) Melville, el padre de la criatura, el hacedor de esta causa perdida.
Moby Dick, releído a trozos, por recuperar su pulso y escribir más tarde, fascina por su condición de entretenimiento puro, pero el desprevenido lector novicio, el que acude a la historia sin la contaminación enciclopédica, sin los lugares previsibles a los que le empuja el cine o las versiones en cómic o las adaptaciones hechas para el consumo y aprovechamiento escolar, se encuentra otra cosa. No es únicamente el odio de Ahab hacia la bestia que le mordió la pierna. Ahab reencarna el odio ciego, la naturaleza iracunda del ser humano, su terquedad en el mal, la tragedia como el único argumento posible. Incluso la tragedia por encima de la vida misma. Ismael, el narrador, en cambio, simboliza la ecuanimidad, el registro atropellado (sí) pero fiel de las causas y de los azares. Da, además, una clase magistral de zoología embutida en un divertimento narrativo, en un artefacto literario capaz de conducirnos (sin que sintamos la responsabilidad del contenido, sin aturdirnos en la densidad del trayecto) por los laberintos más sórdidos del alma humana. Como si fuese literatura rusa del diecinueve. Como si Chesterton mismo, aparcando al Padre Brown, sometiese a su criterio cristiano la fórmula mágica de la novela de aventuras total y nos contase, a pie de chimenea victoriana, calzado con unas pantuflas de pelo grueso y fumando una pipa colosal, fumando un puro gordo, por qué no, que la ballena, en realidad, era un fantasma. Que todo lo que Melville nos contó en su maravillosa novela era un episodio de fantasmas. Sin castillos. Sin voces.
Ahab, el colérico, el vengativo, Ahab el juramentado, es un fantasma también: no es de este mundo de vivos, está muerto, pasea su cojera difunta por la cubierta del barco y entra en las tabernas para contar su desgracia y perderse en la bruma de los otros, en el espejo ajeno, pero no posee vida dentro, está vacío, no tiene corazón ni esperanza de que se le otorgue graciosamente uno. Le corrompe la perversión porque su búsqueda de la ballena blanca tiene algo de retorcimiento, de saqueo de la razón a favor de la barbarie más elemental y, por tanto, primitiva. Moby Dick habla también de Dios y después de un par de lecturas (una inapropiada, adolescente, incompleta como otras precoces, y otra ya adulta y enriquecedora) todavía me pregunto cómo es posible que una novela de aventuras (así se vende, así se conoce) contenga un salmo como éste, ayunte la belleza con el desquicio e indague en el alma como otras que, en apariencia, exhiben un mayor fuste moral.
Hace tiempo ya, bien acodados en la barra de un bar, le recomendaba yo a un buen amigo que no viese la película de John Huston, la protagonizada por Gregory Peck, sin antes haber pasado por el libro. Adujo que las novelas le daban pánico. Que hacía años que no disfrutaba leía ninguna, que no recordaba placer alguno en el acto íntimo de leer. Entendí que no podía retirar de su pensamiento esa idea sostenida durante años del libro como un objeto hostil. No sé cómo podríamos vender Moby Dick a quien todavía no ha leído, ese libro o daria igusl otro, con qué argucias inocular el veneno de la lectura. Hay demasiados obstáculos que malogran esa voluntad de los que leemos para que lo hagan quienes no lo hacen. Tampoco sé si ese empeño, a estas alturas del vértigo que nos devasta, es legítimo. En las escuelas sí, al menos. No pondré yo una edición de Moby Dick en la biblioteca de mi aula, pero es posible que imprima la ilustración que preside este escrito reelaborado y la cuelgue de alguna pared, junto a las láminas que acompañan al temario de Lengua o de Conocimiento del Medio. Verán a Ahab a diario enfrentarse a su ballena blanca. Tendrán la sensación de que la intriga y la aventura y el temblor (incluso cierto temblor de naturaleza religiosa) están ahí, exhibidos como si fuese un anuncio de una película. Y caerán con los años y se irán con el capitán por los mares del alma. Es fantástica la versión de Rockwell Kent y fantástica la interpretación de Ramón Besonías.
Adenda sentimental
El Pequod sigue navegando cerca de las costas del Japón o está zarpando de Nantucket. Y Ahab, el inrmotal Ahab, el fantasma Ahab, en la proa, desafiando a Dios. Porque todo la historia de Moby Dick es justamente eso: la violencia del hombre contra su creador, la dureza de vivir sin algunas de las certidumbres que da saberse salvado y esperar un cielo o un infierno, todo se acaba asemejando. El capitán Ahab es uno de los personajes fundamentales de la literatura universal. No creo que haya sido lo suficientemente valorado. El Pequod me hace pensar en el Nostromo. Melville y Conrad. El corazón de las tinieblas partido en dos historias antológicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario