A veces comprende uno el funcionamiento de la máquina, sabe cómo respira, la manera que tiene para no excederse, guardar fuerzas o exponerse al roto que la haga desistir de su naturaleza mecánica, de su inercia sin alma, pero lo normal es no poseer propiedad alguna sobre su comportamiento. La dejamos hacer, no hacemos cuenta de ella, sólo la revisamos cuando pierde el brío conocido, fuelle, decía mi padre. El cuerpo es la máquina de la que se surte la construcción de todas las demás. Esa evidencia no lo coloca en una posición de preeminencia. Cuidamos más el motor de nuestro coche que el genuino y original, el traído sin posibilidad de recurrirlo, con el que trajinamos la existencia. En cuanto se para uno a considerar si le damos el afecto que merece o lo maltratamos, encuentra con qué distraer esa ocupación incómoda y prosigue la inercia, la falta de cuidado en ocasiones, el frenético trasiego de las cosas. No sé si cuenta excederse y acomodarlo a cuerpo de rey, confiarle las más altas atenciones, desoír la sirena del vicio y reprimir cualquier placer que lo debilite o enferme. Cuánto mayor es el celo que le aplicamos, más se rebela, con mayor afán requiere su ración de veneno. No hay mesura ni consolación. Se quiere vivir más, se tiene el anhelo de alargar la residencia en la tierra, de que la máquina se perpetúe en su cabal desempeño. No hay un prontuario fiable que ilustre y acomode la realidad al deseo. Hay vidas cortas a las que se les ha agasajado con delicias y con venturas que algunas vidas de más largo recorrido ni han sospechado. Las hay milagrosamente extensas, desocupadas de algo que se parezca de verdad a una vida. Fascina la virtud de quien matrimonia el fondo y la forma, la duración y la excelencia. Como no podemos ser sublimes sin interrupción, como dejó escrito el poeta, habrá que ser sublimes a ratos, arrogarse la facultad de deliberar privadamente la cantidad de venenos que ingerimos. Los hay nocivos sin discusión y también los hay permisibles, administrados con ingenio, no vaya a ser que el abuso impida la costumbre de repetir su visita y se nos expulse antes de tiempo del paraíso. De la vida se va uno con armonía o con aflicción, según se haya usado su regalo. Me dijo hace un par de días mi amigo P. que los años que cumplimos son siempre un privilegio. Ese es nuestro don, recalcó. A veces P. ha usado la amistad grande que nos une para aconsejarme que deje de fumar o haga más ejercicio del que hago, aunque vaya al gimnasio varias veces a la semana y dé mis paseos por la periferia del pueblo. Siempre le escucho con atención, si bien no siempre doy oído para lo que no acaba de convencerme. Mi madre, qué no hará una madre por un hijo, insiste hasta el desmayo en que no beba ni fume. Tu padre no fumaba, se miente. Era hombre de no excederse en nada, pero de no afear las invitaciones que uno festejadamente se hace o permite que otros promuevan. En cierta ocasión, M. me confió el dolor que le causaba llevar a rajatabla un régimen estricto en la alimentación del que saldría un M. más sano, con más posibilidades de durar más tiempo. Era eso. El tiempo. Como si su gobierno dependiera únicamente de sus desdichados (perplejos) usuarios. Como si hubiese certeza de que algo que pudiéramos hacer para que nos asistan sus favores estuviera en nuestra mano. M. siguió engordando, por cierto. Lo veo poco o casi nada. Las distancias, tan estrictas, dificultan ese encuentro. Charlamos por teléfono, pero yo soy cada vez menos de extenderme sin tener cerca a la persona con la que hablo. Y se va dilatando el tiempo de las ausencias. Todos esos amigos que se desvanecen, aunque estén y uno cuente con ellos cuando se les precisa. El desenlace, ominoso, no debería contar, por más que uno se afinque en vivir y persevere su afán por alargar la estancia en la tierra. Morir debe ser fácil, todo el mundo lo hace. Y cuando el cuerpo finaliza su trasegar, qué decir del alma, cómo saber si ella sucede sin que haya nada que la contenga y permita saber si somos algo más que vísceras, huesos y músculos.
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