convalecer en Wald hacia 1924 creyendo haber visto a Settembrini aleccionar a Castorp,
crear un pétalo del tamaño de un corazón puro que gima en un endecasílabo,
enfermar tres días en los que el invierno construya un soneto de amor inmarcesible o el inicio rotundo de una novela sobre amores senectos,
soñar caballos en la nieve, hormigas en el agua,
intimar con nínfulas anteriores al crack del 29,
caer en un agujero donde Janis Joplin mastique libélulas caleidoscópicas,
volar con absoluto afán por las nubes de Inverness,
escribir la biografía de algún edecán lisérgico,
invocar el advenimiento de los grandes poetas invisibles mientras el sol se obceca en hacer que el alma fulja,
leer el Ulises de Joyce en inglés,
tentar el infinito en un abrazo,
envejecer sin que el tiempo nos lo recuerde,
arder en un cuerpo,
saber de Dios al entrar en un cuerpo,
aprender a nombrar los primores de la luz,
decirle a mi padre que fui a Madrid a presentar un libro y que me abrazaron los amigos,
blasfemar con dos gramos de alcohol en la sangre,
pedir a Borges que escriba una novela,
convencer a Pedro para que se aventure a escribir literatura infantil,
morir cuando morir no cuente,
delirar a la caída de la tarde en Inverness,
extasiarse con el vals que Bill Evans compuso para su sobrina Debby,
sentir algo parecido a la misericordia frente a las catedrales del mundo,
recordar el día en que todo era sublime irrigación de lo fértil, concupiscente fervor de la carne,
hablar con alguno de los padres de la mecánica cuántica sobre la versificación libre en Huidobro,
escribir vidas de santos en un motel de Wyoming,
seducir coristas de un musical sobre los años crápulas de Karlheinz Stockhausen,
razonar con Glenn Gould las variaciones Goldberg,
despacharme un buen plato de callos con su escándalo de patatas junto a Antonio mientras Jeff Lynne habla por teléfono a su novia adolescente,
caminar una mañana entera con algún filósofo peripatético para convencerlo a que urda su pensamiento en sedentario retiro,
ver cuidar un jardín a Emily Dickinson,
beber tequila con todos los amigos extraviados en un pub de Córdoba que ya no existe,
descarriar la cordura en la biblioteca de la universidad de Miskatonic,
acabar una novela en la que no hay obispos luteranos,
cantar Redemption song con Pedro Trujillo sin que ninguno imite a Cash o a Marley,
componer un poemario sobre la perseverancia de los pecados juveniles,
comprender la elocuencia de los árboles,
nadar hacia el azul de los años puros.
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