5.10.24

En el día de los maestros




 


No sé la de veces que he admirado esta fotografía. Hay pocas que me eleven más el ánimo cuando decae. Es una de las representaciones más sencillas de la felicidad que pueda verse. No sabemos de qué se ríen esos niños que ríen, no tenemos más información que la evidencia de que se lo están pasando bien en un grado extremo, pero hay un trasvase entre la fotografía y el que la mira y se acaba inundado de alegría, que es una felicidad pequeña, de andar por casa. El oficio de maestro, el que ejerzo, del que vivo y el que me hace vivir, en cierto sentido, da la posibilidad de que asistas a momentos así. No se organizan, no están programados; tampoco hay una manera previsible de hacer que se produzcan, pero de vez en cuando ocurren y se alcanza ese sentimiento de complicidad absoluta, de alegría brutal también, en el que el tiempo de ellos -recién empezado a andar, limpio y puro - y el nuestro - ya avanzado, con sus muescas y sus rotos - se une. Digo que no es algo que suceda a diario. Quizá ni siquiera esté bien que suceda a diario. Todo lo que se convierte en rutina pierde su deslumbramiento, su capacidad de seducción o de fascinación. Y digo también que yo he visto muchos como éste. He visto cómo se dejan la vida en la risas, en los juegos; cómo transmiten paz y armonía y cien cosas más que no sabría contar ahora a los que observamos desde afuera. Y sé también que no es afuera del todo. Los maestros, que somos afortunados en tantísimas cosas, vivimos con ellos y somos, en parte, considerando la imposibilidad de lo que digo, niños o niñas que se ríen cuando ven en la pantalla algo que les gusta, cuando los juegos del patio son la única verdad del mundo, cuando la vida es limpia y es pura y es hermosa. 

El maestro, el bueno, contagia felicidad. No creo que exista una transmisión de valores, formativos y cívicos, sin que la impregne la emoción de sentirse feliz haciéndolo, y los maestros nos sentimos felices en nuestro trabajo. El entusiasmo es el combustible de la educación. Educar es conseguir que la voluntad del niño, sus deseos, sus esperanzas, se amolden y se integren con los deseos y las esperanzas de la sociedad en la que está inmerso. Eso de la prosperidad y del mundo mejor que en ocasiones airean los políticos, henchidos de gozo, conscientes de estar diciendo las grandes palabras, no es un milagro, uno de esos prodigios del azar, sino una consecuencia de una buena escuela llena de buenos maestros. El mundo, si va hacia un estado mejor del que posee, será por el concurso benefactor de esa escuela, que es una especie de gran teatro en el que se mueve el maestro, que es un actor y desempeña todos los matices de la trama. Se adquieren esas formidables cosas si se van buscando desde edades tempranas, si la escuela, la escuela pública, de esa es de la que hablo, por llevar en ella treinta y algunos años, fija en su organigrama un pensamiento inamovible, uno que prime la imaginación, la originalidad, que fomente lo creativo frente a lo predecible, que haga madurar a quien estudia incitándole a confiar en el maravilloso juego que supone el estudio si lo hace con la libertad de la imaginación. Pero la escuela de hoy en día cree que la creatividad es un obstáculo, concibe al creativo como un elemento díscolo,  poco o nada integrado en la obediencia debida al profesor. Quizá se le respete más y se le observe más, con todo lo bueno que trae observar con detalle y registrar lo observado, si el profesor permite que el camino no sea únicamente el que marcan las pautas o el que cae del cielo invisible de la administración, tan obcecada en las estadísticas, tan alegre en ir dando palos de ciego. Los palos de ciego a veces sangran. 

Una de las obsesiones de la escuela es la de crear trabajadores del futuro, personal cualificado en el desempeño de los oficios que hacen que un país avance. La escuela está pensada, desde donde sea que la piensen, para que restituya a la sociedad personal capacitado para que todo siga girando y no se rebaje jamás la formidable idea del bienestar. ¿Es malo todo eso? No, si se aliña con la diversión, si se viste con la originalidad, si se cocina con unos cuantos ingredientes traídos de casa, sin necesidad de que estén organizados en un papel colgado en un corcho, sin que los gerifaltes desde sus despachos nos abrumen con burocracia (inútil, las más de las veces), sin que quien no ha pisado un aula en su vida se atreva a hablar sobre ella en la creencia de que es bueno lo que dice y que se obedecerá su discurso. Si el maestro es feliz hará que lo que enseñe irradie felicidad, pero la felicidad del maestro, incluso la del más optimista y de una profesionalidad más orgánica, más pura y más viva, está continuamente zarandeada por quienes lo evalúan, por todos los que experimentan con su trabajo, con su amor indeleble hacia las disciplinas que trata de enseñar y con su absoluta convicción de que está en posesión de la verdad más redonda, la que menos se puede malograr por las embestidas de la injusticia o  las modas del poder, la de la escuela como un bien irreemplazable, la de una especie de santuario laico de conocimiento, libertad, progreso y cordura. Falta cordura en el mundo en el que vivimos. Si alguna vez se aprecia que ha vuelto será porque algunos maestros han contribuido a que acuda. Ahora que las escuelas están cerradas, pienso que nunca han estado más abiertas. Se habla de ellas como casi nunca se ha hecho. Se habla de los maestros también, lo cual no está mal. Por una vez no es para decir qué buenas vacaciones tienen o si alguno ha sido vapuleado por algún alumno díscolo. Disruptivo, dicen ahora, qué bien está cambiar la velocidad de las palabras, su concurso en la conversaciones.

Por eso me parecen bien el Google Classroom, el Skype, el Moodle  y cualquier otra herramienta  habilitada para dar clase, todas contribuyen a que el marasmo no sea mayor o a que el colegio (qué preciosa palabra también) no olvide la sociedad en la que está inscrito, pero ninguna hará que un alumno ría con el corazón, mire al maestro con afecto, sienta que se le está llevando de la mano con respeto. Porque eso hacemos los maestros, muy resumidamente expresado: cogemos la mano de un niño y, pasado un tiempo, la soltamos. Ya la cogerá otro. La vida es una sucesión de gente que nos coge la mano y gente a la que se la cogemos y de manos que deberán soltarse para que nadie las dirija. Nuestro trabajo es así de emocionante. La tecnología es un milagro a nuestro alcance, pero no da con la clave verdadera, la del espíritu, la de los sentimientos. No se aprende si no hay emoción. Lo han dicho mil pedagogos y lo dirán mil más. Quienes no acepten eso, maestros, padres o cualquiera que entre en la discusión, están mirando hacia otro sitio o no han entrado jamás en una clase y han visto trabajar a un maestro. Lo que es un milagro cotidiano es la escuela, un milagro invisible, si se me permite. Merecemos los maestros una consideración mayor en la sociedad. No la tenemos, en eso no hay duda. Quizá se nos acabe concediendo esa distinción moral. No, como en Japón, para que se nos reverencie al modo en que se hace al emperador (que dijo que no lo sería de no haber tenido maestros que lo guiaran) cuando vamos por la calle como una autoridad de la sociedad, sino para que no se nos zarandee y desprestigie y piensen que nuestro oficio no es nada del otro mundo. Qué error. Nuestro oficio es uno de los más hermosos. Algunos salvan vidas, se ve siempre, a poco que miremos con atención. Lo que se nos ha encomendado a nosotros es a construirlas. Ese es el contrato que hicimos cuando aprobamos una oposición y nos dieron las llaves de un aula. 


De los malos maestros un amigo mío (maestro también) solía decir que se ocupaban de castigar a los niños ciegos en los cuartos oscuros. Sobre la educación hay tantas opiniones que no siempre tiene uno a mano la que más conviene, ni siquiera se tiene una propia, formada, más o menos consistente. Se muda de una a otra a razón de los tiempos que corran, incurriendo a veces en locas aventuras dictadas por la moda y, también con fatigada frecuencia, cayendo en la costumbre de creer inmejorables las formas de antaño, las que no se dejan convidar por las insinuaciones lúdicas de la época en la que le ha tocado estar. Ni unas ni otras valen por sí mismas, enteras y excluyentes: ni la injerencia masiva de novedades, con la retirada de las técnicas vetustas, las del idealizado pasado, ni la entronización de esa escuela con la que aprendimos los que ahora nos dedicamos a enseñar, con su amor a la memoria, con su heroica (y épica también) apuesta por el conocimiento. De conformidad a esta mudanza en el paradigma educativo, hemos hecho bilingües las áreas que antes se conformaban con el manejo lustroso de la lengua vernácula, tal vez malogrando tres cosas al mismo tiempo: el área en cuestión, el español descartado y el inglés abrazado. Hemos digitalizado la enseñanza al punto de que la mera transmisión analógica de los conocimientos se observa con suspicacia, como si quienes todavía la auspician (maestros de la vieja hornada, escuché hace poco) desoyeran la voz de la calle, el runrún de los tiempos. Hemos declinado la primacía del saber, esa especie de bendita nomenclatura de cosas que poseía la facultad de funcionar como esos links que ahora brincan por la red. Éramos capaces de cartografiar esos datos y extraer una consecuencia, un sentir o una causa que lo hilara todo, de modo que la realidad se comprendía (cada uno a su manera, claro) sin que intermediara un agente externo ocupado en rastrear todos esos datos y rendirlos en milésimas de segundo. El hecho de que esté a nuestro alcance ese buscador universal es algo maravilloso, no hay palabras con las que expresar la gratitud hacia esa herramienta portentosa, pero si la endiosamos, si le encomendamos la resolución de cada pequeña incompetencia que nos asalte, estaremos debilitando (lo hacemos ya, con estimable celeridad) la locuacidad del ingenio, la dulce y bendita propiedad de las palabras.
Imagino que, como casi todo en la vida, esas ideas sobre la escuela van cambiando. Hay cosas maravillosas en el acto de enseñar. Uno cree haber aprendido a ejercer ese oficio y constata que se pueden hacer mejor las cosas y también que podrían malograrse e irse todo al estéril carajo, donde cada uno campa a su antojadizo albedrío. El maestro es un provocador. Eso hacemos: provocar. Ahí no hay indicador que administre esa voluntad mágica: la de inocular el asombro y la inquietud en quien está formándose, descubriendo el mundo, encontrándose en los otros y conviviendo con ellos en una idílica armonía, que luego (muchas veces) se deshace. No dudo que el maestro digital valora ese don como lo hace el analógico. A ambos les incumbe el propósito firme de iluminar, de guiar, de transmitir, de educar, en definitiva. El maestro es ese agente externo, el jugador del ajedrez de la vida que va unos cuantos movimientos por delante y prevé los errores ajenos y modela y rehace los suyos para que la partida no tenga un ganador, sino que concluya en las tablas previstas. Se trata de hacer que el que gane sea el juego y pierda importancia (o no la tenga en absoluto) quién da el jaque mate. Nadie se apropia de la victoria, no la hay. Es de las pocas cosas en las que se observa un beneficio mutuo. De hecho, aprenden los dos jugadores en liza. Sin afección, con la sinceridad agradecida del que disfruta muchísimo de los avatares de la contienda (educar es un acto no siempre pactado y pacífico), suelo despedirme a final de ciclo de los grupos a los que imparto expresando mi deuda o mi agradecimiento. No hay día en que ellos no me hagan ser mejor en mi oficio, me disculparán el halago propio. Hay también días difíciles, cómo no va a haberlos. Tienes la sensación de que todo se enmendará, pero te duele la flaqueza de la tarea, ese desear mejorar y apreciar que se te ponen trabas, prerrogativas de la gobernanza normativa, obstáculos administrativos, injerencias no siempre útiles (muchas veces verdaderamente irracionales) a las que debes dar cumplimiento, porque no estas solo ni es tuya la escuela ni es siempre tuya la decisión de hacer las cosas a tu particular modo.
Luego está la inclemente marea de los tiempos. Levantiscos ellos, obstinados en contrariarte. Estos no son los mejores, tampoco sé si otros fueron más generosos o festivos. Sé que luchamos contra gigantes. Tienen a veces la presencia amigable y poco invasiva; otras, a poco que uno se detiene y mira con detalle, medran en imponencia y en hostilidad: te aprisionan en su red de compromisos y de exigencias. Es ese monstruo, una vez liberado, el que nos hostiga y desarma. Hostigados, desarmados, entramos al aula con la sensación de que no es el sentido común, el admitido sin fractura, el que nos guía sino otro sentido, menos común, de menor acatamiento, apoyado en el tsunami de la burocracia, en su vértigo de registros y de comparecencias, en su hartura de reuniones absurdas y vacías, en su ruina pedagógica y, a la postre, vital. Porque no ve uno asidero fiable, casa en la que guarecerse de toda esa tormenta legal y tal vez legitima (somos unos mandados, son otros los que escriben las reglas del juego, que es cada vez más cambiante y descorazonador).

De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos en esta ocasión, no lo hice antes tampoco. No hay que hablar de lo que no nos gusta hablar. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, creo yo. Todo lo bueno que he podido ser, no siempre esa voluntad depende absolutamente de uno. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe. Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio. No tengo muy claro qué se celebra en el Día de los Maestros. Quisiera que alguien me explicara en qué consiste esa festividad y la razón por la que hace falta que se festeje nuestra existencia un día al año. No entiendo algunas cosas, no se me ocurren las razones que las avalan. Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. 

Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy dirá algún telediario que es el día de los maestros. Mañana ninguno hablará de nosotros. Hoy, hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona, eso habría que preguntarlo, no es uno el que debe opinar en eso. Al final se trata de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. Al final, cuenta ver reír a todos esos niños que tenemos el honor de hacer caminar junto con los padres que los trajeron al mundo. Pero no somos los únicos. Los educan en la televisión, en las redes sociales, en muchas escuelas que no poseen ni pedagogía ni afecto, pero ese es otro asunto y hoy, en el Día de los Maestros (hoy escuché en la televisión El Día de los Docentes y de las Docentes y me eché a temblar por el desquicio lingüístico) únicamente he pensado en hablar bien de nuestro oficio. No hay otro mejor. 

1 comentario:

Juana María Sánchez Zurita dijo...

Maravilloso, Emilio. ¡Qué bien describes esos momentos mágicos!! Suerte la tuya de poder expresarlos y la nuestra de revivirlos al leer tu escrito. Felicidades por tu sensibilidad y tu capacidad de expresar lo sentido.

La mujer pembote

 Me agrade rehacer cuentos que hice. Les sucede a los cuentos lo que a las personas. No son los mismos, cambian cada vez que se leen. Ya sab...