Hay días que gimen volutas de oro y tienen precipitada vocación de delirio.
Se los ve emboscarse en júbilo.
Disciplinados, transcurren sin estrépito.
Son de luz copiosa al borde exacto de un beso esos días, de un vértigo caudaloso y de una fiebre dulcísima.
No se les observan efectos secundarios, se colman de sangre feliz, de semen sinfónico con olor a almendras, de letras de bolero, de Let it be tocado con un laúd en un sueño del que no se sabe nada, y de síncopa y de clausura.
Alientan insensatos desatinos, favorables para el recogimiento y la transubstanciación, como una oda de Horacio o un solo de Wes Montgomery.
Huelen a resaca de algo que nos supo a gloria, a estremecimiento y a clamor.
El amor ha mojado de saliva ancestral su piel sencilla.
Piden que se les abracen y laman.
Todos esos días en que el sol parece ocupar el cielo por primera vez y el pecho brinca como una hebra de luz en la comisura del aire comparecen a veces y no se hace aprecio de su terca orfandad de amante.
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