11.10.24

Benditos los días

 



No sé qué se necesita para ser feliz. Ni siquiera poseo una idea leve, transportable, de fácil asiento en la cabeza. Todo lo que uno puede saber sobre la felicidad no suele servir para que otros la disfruten. La que yo siento escuchando Kind of blue, el antológico disco de Miles Davis, nunca lo he visto en el rostro de quienes han compartido conmigo la experiencia de meter el cedé en la bandeja y darle al play del reproductor, pero tampoco quiere eso decir mucho. De hecho hablo sin saber, apenas consciente de que los demás, a su secreto modo, viven la felicidad con la intensidad que yo a veces no percibo en ellos. Anoche vi a un hombre, en la esquina de mi calle, contemplar las evoluciones de un gato. Juro que le prestaba una atención máxima. Era un espectáculo el hombre de la esquina, un hombre mayor que suelo ver por las mañanas, cuando tiro la basura o me dirijo al trabajo. El gato no tendrá importancia alguna. Podía haber sido el vuelo de una golondrina o un muchacho dándole patadas a un balón. Hay quien siente el placer y no lo manifiesta, una especie de placer privado y compartimentado,  inaudible casi, como si lo reprimiese y, contenido adentro, lo disfrutara con mayor firmeza. Lo que me fascina de esta fotografía, cuyo autor desconozco, es la felicidad que transpira, toda esa rudimentaria evidencia de que podemos convivir en este mundo sin tener que hacer lo que hacen los otros, sin acabar ejecutando ceremonias ajenas, simplemente dejándose llevar por algún volunto inargumentable, imposible de vestir con palabras. No sabemos qué piensa el cerdo. Ojalá pudiéramos. De verdad que aprenderíamos algo. Ahora me retiro a mis cuarteles del sueño. Juro ahora que el día ha sido de una intensidad maravillosa. Los días, en ocasiones, nos abrazan tan animadamente que acaban por molernos. Benditos ellos. 

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