La ucronía consiste en considerar acontecimientos fabulados como ciertos y fijarlos en una determinada línea del tiempo. Abraham Lincoln caza vampiros; Hitler vive en un pueblo de la Bolivia profunda; El Cid es un elegante caballero del club Picwick. De esa ficción alternativa a la ficción predecible surge un género fascinante, una franquicia de género, uno de esos inventos de la mente ociosa que satisfacen el hambre de asombro. Se carece de pudor para copiar y pegar ideas, reciclar iconos y presumir de que lo importante no es la novedad, ese romántica idea que consiste en ser original y estar orgulloso por ello, sino la sutura, ese otro ejercicio que consiste en hurgar en las cosas y ver cómo casan juntas. A eso se le llama mash-up, en limpio inglés:, batiburrillo, en cristalino castellano. La parte canónica ha sido reemplazada por la conjetural, los personajes han sido desubicados en el tiempo o en el espacio y cobran un interés del que antes de la permuta carecían. La perplejidad que produce penetrar en un mundo victoriano lleno de zombis ( Orgullo y prejuicio y zombis, Seth Grahame-Smith, Umbriel, 2.010, pienso ahora) es el reclamo con el que los editores lanzan sus nuevas criaturas. Adoro "El hombre en el castillo", el mejor Dick haciendo revisión de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero en muchas ocasiones lo que sale de estas ucronías es una parodia que busca más lo impactante que lo serio. Las irreverencias funcionan bien hasta que descubres que no tienen nada dentro, salvo ese apremio por provocar que no prospera casi nunca y queda, más que nada, en breve fuego de artificio, en pompa de la que se sabe que acabará tragada por el aire. Sin embargo, hay una inclinación a dejarse llevar por todas esas ocurrencias ociosas. Fascina esa locuacidad de lo nuevo. A Darth Vader se le puede ajustar una indumentaria victoriana o steampunk o confiarle la encomienda de que deje el lado oscuro y haga una iglesia del lado oscuro o reducir su testosterona para que ese apaciguamiento de su carácter le convide a desempeños menos dramáticos o convencerle de que no se puede ir por la vida abominando de la paternidad. A alguien se le ocurrirá alguna de esas alternativas narrativas, hay gente con iniciativa ucrónica, escritores ajenos al trasegar rutinario de las cosas, alegremente afincados en la distorsión, en la grandilocuencia de la conjetura. Al asombro le convienen estas imposturas. Se relame cuando algo que no ha sucedido impone a la realidad la posibilidad de que realmente ocurriera y no se nos informara. Todas estas frivolidades contribuyen a que la imaginación se felicite y cuestionemos sin pudor el la gris manifestación de la historia. Se está mejor en la incertidumbre. De los incrédulos se extraen pocas enseñanzas: es más festivo el escepticismo. Anoche soñé, bendita ilusión, que Darth Vader me confiaba sus miedos. Me hablaba con un pudor infinito. Parecía un ser desvalido. Ni su voz era la protuberante que conocemos: era un hilillo, una brizna de voz, un susurro en mitad de la noche. Nada más despertarme, todavía era noche cerrada, he salido al patio de mi casa y he mirado el cielo. No he dado con naves de la República. Al tomar el café he creído escuchar la Marcha Imperial. Sigo conmocionado.
19.10.24
Un susurro en mitad de la noche
La ucronía consiste en considerar acontecimientos fabulados como ciertos y fijarlos en una determinada línea del tiempo. Abraham Lincoln caza vampiros; Hitler vive en un pueblo de la Bolivia profunda; El Cid es un elegante caballero del club Picwick. De esa ficción alternativa a la ficción predecible surge un género fascinante, una franquicia de género, uno de esos inventos de la mente ociosa que satisfacen el hambre de asombro. Se carece de pudor para copiar y pegar ideas, reciclar iconos y presumir de que lo importante no es la novedad, ese romántica idea que consiste en ser original y estar orgulloso por ello, sino la sutura, ese otro ejercicio que consiste en hurgar en las cosas y ver cómo casan juntas. A eso se le llama mash-up, en limpio inglés:, batiburrillo, en cristalino castellano. La parte canónica ha sido reemplazada por la conjetural, los personajes han sido desubicados en el tiempo o en el espacio y cobran un interés del que antes de la permuta carecían. La perplejidad que produce penetrar en un mundo victoriano lleno de zombis ( Orgullo y prejuicio y zombis, Seth Grahame-Smith, Umbriel, 2.010, pienso ahora) es el reclamo con el que los editores lanzan sus nuevas criaturas. Adoro "El hombre en el castillo", el mejor Dick haciendo revisión de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero en muchas ocasiones lo que sale de estas ucronías es una parodia que busca más lo impactante que lo serio. Las irreverencias funcionan bien hasta que descubres que no tienen nada dentro, salvo ese apremio por provocar que no prospera casi nunca y queda, más que nada, en breve fuego de artificio, en pompa de la que se sabe que acabará tragada por el aire. Sin embargo, hay una inclinación a dejarse llevar por todas esas ocurrencias ociosas. Fascina esa locuacidad de lo nuevo. A Darth Vader se le puede ajustar una indumentaria victoriana o steampunk o confiarle la encomienda de que deje el lado oscuro y haga una iglesia del lado oscuro o reducir su testosterona para que ese apaciguamiento de su carácter le convide a desempeños menos dramáticos o convencerle de que no se puede ir por la vida abominando de la paternidad. A alguien se le ocurrirá alguna de esas alternativas narrativas, hay gente con iniciativa ucrónica, escritores ajenos al trasegar rutinario de las cosas, alegremente afincados en la distorsión, en la grandilocuencia de la conjetura. Al asombro le convienen estas imposturas. Se relame cuando algo que no ha sucedido impone a la realidad la posibilidad de que realmente ocurriera y no se nos informara. Todas estas frivolidades contribuyen a que la imaginación se felicite y cuestionemos sin pudor el la gris manifestación de la historia. Se está mejor en la incertidumbre. De los incrédulos se extraen pocas enseñanzas: es más festivo el escepticismo. Anoche soñé, bendita ilusión, que Darth Vader me confiaba sus miedos. Me hablaba con un pudor infinito. Parecía un ser desvalido. Ni su voz era la protuberante que conocemos: era un hilillo, una brizna de voz, un susurro en mitad de la noche. Nada más despertarme, todavía era noche cerrada, he salido al patio de mi casa y he mirado el cielo. No he dado con naves de la República. Al tomar el café he creído escuchar la Marcha Imperial. Sigo conmocionado.
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