Se decomisa lo pernicioso, lo que ha hecho saltar alguna alarma, se sustrae de quienes lo adquirieron sin licitud o a escondidas y con malevolencia. Es decomisar verbo seco, sancionador y hay un rango jurídico y un rumor de pieza separada de otra de enjundia mayor. Se me habrá decomisado lo que ahora mi falible memoria ha escamoteado a la vigilia de los recuerdos. El primer decomiso que recuerdo tuvo como ideóloga a mi abuela, a mi madre como mano ejecutora y a mis adorados madelmanes como objetos requisados. La de algarabías y tropelías que levantaron los muñecos articulados en el estrecho pasillo de mi casa. Eran misiones de alto riesgo, debían ser preparadas con esmero, esperar que el número de bajas fuese bajo y que la aventura, esa sublime sensación de vida más hermosa que la vida, no decayese. Ellos, mucho antes de que yo la descubriese en los libros y en las películas, me mostraron el significado verdadero de la épica. Una vez confiscados, no volvía a saber más de mis adorados juguetes hasta que mi obediencia volvía a sus nobles fueros y no exhibía arranques de soberbia ni de egolatría, jurando por lo más sagrado que nunca volvería a ocupar el pasillo, centro neurálgico de la vivienda y, más certeramente, zona de operaciones de mi recalcitrante abuelo. La segunda ocasión en que el decomiso apareció en mi vida la fijo con dificultad, pero debe estar en mi adolescencia un poco introspectiva y cinéfila. Mis padres reemplazaron la tele en blanco y negro por una en color y se decidió (milagro absoluto, azar arrimado a mis vicios) que no iban a tirarla (no había eso que ahora llaman "punto limpio", almacén municipal de trastos y de escombros) y que el niño, ese hijo único del que se teme que no dé con su personalidad y se pierda en la soledad y en el ensimismamiento, podría aprovecharla en su dormitorio. Hasta ahí todo va bien, va perfecto. El arrepentimiento y el decomiso posterior provinieron de mi absoluto enganche al glorioso (bendito, sublime) cine que la televisión pública programaba por las noches en la bendita segunda cadena, Dios la tenga en su memoria catódica. Del tercero o del cuarto o de todos los sobrevenidos quizá lícitamente más tarde no poseo registro fiable. Sucede que la repetición borra el delito o lo convierte en íntima rutina. Todo lo que se nos retira es más nuestro. Lo que no se nos decomisará nunca es la memoria. Ella infatigablemente custodia los objetos ocupados por la intendencia de los adultos o por la ceguera o la cerrazón de estos tiempos extraños que nos ha tocado vivir, cuáles no lo fueron. En todo caso, permítaseme la declaración favorable, siempre he sido de poco decomisar. Tal vez interviene el dolor vivido en carne propia, esa frustrante conciencia de una autoridad superior que vela por la moral ajena, aunque sea la del hijo, que nunca fue resuelto en sindicalismos ni en revoluciones y acató el dictamen de los padres sin decir este Madelman es mío y yo soy su antojadizo dios.
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