23.10.24

Fe, luz, tiempo


  Hay gente que se muere sin haber oído la luz o sin haber tocado la tiniebla. De vivir se sabe poco, aunque consten las palabras y hasta se tenga registro fiable y hermoso de lo acontecido en ese trayecto que va del primer latido hasta el último. No hieren todas las horas y la última ejecuta desaprensivamente el desenlace: cada una cuenta, ninguna es irrelevante. Se festeja el aire por su elocuencia, se ama sin motivo el verdad de su recato de madre. Habría que tener a mano una especie de elucidario de la luz, un vademécum de su influjo, una brújula para cuando irrumpa la tiniebla. Queda el fulgor de lo etéreo, esa permanencia de la belleza. 

 Hay que tener fe en algo. Creo que es la palabra más hermosa del diccionario. A su secreto modo, contiene y explica a todas las demás. Hoy he pensado seriamente en ella. He tenido tiempo. La fe es la elocuencia del mismo tiempo. Hasta el amor se extrae de ella. También la belleza y la inteligencia. Se tiene fe a veces sin motivo. Dar con uno malogra su entera ocupación del corazón. Porque, por paradójico que parezca, la fe no tiene nada que ver con las palabras y, a la vez, no hay nada que tenga más que ver con ellas. La gente sin fe se duele más que quienes la esgrimen y protegen. Hay quien la tiene y no ha caído en la cuenta de lo mucho para lo que la usa. Importaría poco esa ignorancia. Lo que de verdad importa es su residencia en nuestra alma. Esa es otra palabra valiosa. Fe, alma, tiempo. Luz. Fe en la luz, 

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