31.7.25

En un cuadro de Turner

 



Está la tarde sin amparo y hace un frío que parece medirse en las luces que declinan. En una hora caerá con timidez la noche y se clausurará el azul ahora espléndido del cielo que fue gris y dio lluvia esta mañana. De eso hace mucho tiempo. De todo hace mucho tiempo. Sin embargo, de mí, que escribo y no leo lo que escribo, no hace tanto. El tiempo es un instrumento de la luz, un algoritmo ciego, un arcano que va de lo oscuro a lo oscuro, un acta de sombras y de fugas. Acuden las palabras que no gobierno, todas las palabras, las clandestinas, las secretas, las que prorrumpen a su antojadizo capricho, izadas sin intención de bandera, tan solo ofrecidas a la manera en que se ofrece el cuerpo cuando ama o cuando anhela que se le ame. El cuerpo es una letra de un alfabeto infinito que apenas usamos. Estamos al cuidado de invisibles brazos, nos mecen, nos acunan sin que exista percepción de ese arrimo tierno y vivifico. El alto cielo azul o negro o gris con su impredecible paisaje tutela el paso. Cae la noche con parsimonia, con morosa voluntad de hacerse querer, con incertidumbre. Todas las noches son la misma primeriza noche. Todas las palabras, la palabra primera. Está por empezar la luz. Se la escucha mordisquear el aire. 

30.7.25

Tristeza magenta once cuatro

 


Vi al hombre del saco en un desquicio de las sombras. Era de facciones blandas y la ternura que desprendía taladraba los ojos de los árboles. Le hablé con la sangre de los héroes. Fueron los días de la clarividencia. Él se pronunciaba con el titubeo de los ajusticiados. En el libro de las revelaciones se lee que fue un heraldo de la luz. Los poetas saben qué hay en la tristeza de los derrotados. Es un olor tan solo. Una especie de puesta de largo del aire. Tengo todos los cromos del Atleli. Temporada 78-79. Reina, Arteche, Capón, Ayala. Ellos me susurran la verdad de la transubstanciación. Ahora lo veo todo claro. Es hora de proclamar la venida de nuestro salvador. Él nos anunciará el evangelio de las grandes palabras. Entraremos en el templo de los poetas olvidados. La luna será la madre de todos los profetas. Tendré por fin la luz y la luz tendrá de mí lo que insistentemente me reclama. Ella sucede adentro. Soy un ser de luz. He sido hecho para ser feliz. He comprendido la naturaleza de la ceniza antes de saber qué es el fuego. Sé de las sombras si cierro los ojos. He comprendido la suprema indisciplina de la hoja al dejarse caer y desobedecer al árbol. 

27.7.25

Verano

 

Fotografia de Marina Sogo

Lo estival evoca siempre a la infancia. Se tiene del verano la idea de que la luz impregnaba los juegos y los hacía invulnerables al desaliento o al fracaso. Se juega para desanimar a la muerte. Eso lo aprende uno cuando no juega, cuando la edad transforma lo lúdico en otra cosa, en una impostura. Recordar los veranos de la niñez es comprender de cuajo todo lo que hemos perdido al crecer, en el ingreso en la edad adulta, tan hermosa también y tan comprometida, tan veloz. Antes era la lentitud, era la ausencia de velocidad, mejor expresado. Todo era verosímil entonces. Verosímil y fascinante. Está uno enamorado de la vida, sin que se tenga percepción de ese enamoramiento. Estaba uno limpio de errores, convencido de que no había lugar al que llegar, día que franquear, mal que apartar, tedio que cancelar. Todo maravillosamente efímero. Todo paradójicamente perfecto. Da igual que a lo lejos asomaran, urgiendo, la experiencia, los amores imposibles y los reales, el apremio de la carne y el triunfo exquisito del pecado.

Viene a galope el dolor de entender la vida o de no acabar de entenderla en absoluto. Viene el caos (bendito desorden) con su ejército de rutinas, con su blasonería de pecados y de culpa. En verano, cuando pequeños, no existe el pecado, ni la culpa. El verano es propicio a la nostalgia de la niñez más que ninguna otra estación. Debe ser el calor, que nos empuja a la calle, a invadir la calle y fundar en sus calles y en sus plazas el reino de la pureza y de la virtud. Somos puros y somos virtuosos cuando no sabemos qué es la pureza o qué la virtud. Si me preguntan, desconozco la respuesta. Si no lo hacen, la sé. Eso lo dejó escrito San Agustín a propósito del tiempo. Viene al caso.

La luz, plena y rotunda, hace que le demos la espalda a lo oscuro, como pensó Verlaine. La luz con el tiempo dentro, como quiso Juan Ramón Jiménez. El verano es promesa permanente, es la idílica permanencia del júbilo, es el claustro de la beneficencia completa. Después, al caer atropelladamente los años, reclama el adulto a ese niño todavía sin vulnerar, lo llama desde adentro, no sabemos si a satisfacción, a veces con ella, otras huidiza y arisca, como si no desease regresar y prefiriera (románticamente) seguir en el limbo del pasado, entronizada, a salvo del óxido del presente.

El tiempo ignora lo que hacemos con él, no se deja invitar por lo que anhelamos, va a su aire liviano o espeso, nos viste o nos desnuda a su antojadizo capricho. El tiempo acalla las heridas, las rebaja o irrumpe con fiereza o nos ciega o nos ilumina. Pensar en el verano, en el trasiego de sus prodigios, es pensar en uno mismo, en la opulencia avara del tiempo y de su loco o severo desempeño. Porque el verano estimula la pereza, la endiosa, la colma de atenciones, la sublima.

No jugamos como antaño, no hay columpios, ni albercas, ni noches hechas amparo y dulzor, a resguardo del sol o al abrazo de su luz, aguardando que venza el sueño y acuda con su fulgor el día, el día precursor y el día perfecto. No hay juguetes en un patio a la hora de la siesta, no hay abrazos con los amigos al terminar el juego, ni una hormiga muerta por nuestra desobediencia cívica, por el deseo infantil de ser dioses de la vida ajena, esa vida minúscula de hormiga elementalísima. Ahora no se nos ocurre matar hormigas. No es ninguna prioridad, no delata nuestra naturaleza festiva de dueños del mundo.

Vivir es asomarse al verano, aunque arrecie en la lejanía el frío, que es una república de lobos. Vivir es un festín estival, aunque ondee la bandera de las sombras. El asombro arrima verdad a lo vivido. El amor (su esencia, su semilla) precipita la luz, privilegia su deliciosa verdad. Hace fresca esta tarde. Eso es nuevo, no está uno hecho a esos agasajos. El viento trae frescor y entusiasmo, la claridad del alma y la pereza del cuerpo.

25.7.25

Mala fe




No es de fiar la IA. Tampoco quienes le solicitamos que haga esto o lo otro, confiados en que dará con el matiz humano que, las más de las veces, si no todas, desatiende. Le dije algo y algo escuchó, pero ese niño no soy yo. Mi intendencia algorítmica es pobre. Su sutilidad es nula. No sé tampoco si andará por algún lado y lo que requerí  excedía su providencia binaria. Queda la idea. El niño. La novela escrita 50 años largos después. Tuvo mala fe la máquina. Se veía venir. Estaba a huevo que pifiara mi propósito y metiera en la imagen un roto, un preámbulo de lo que está por venir, que no sé si será bueno o nos desquiciará y hará que no sepamos dar una a derechas sin su concurso. Ojalá no. El divertimento de viernes está bien. No esperaba ningún prodigio. Aprovecho para animar a que se lea la novela. Uno escribe para que lo lean. Añado: estoy como asustado en la composición. Se ve que me amedrenta el fondo, ese país sin terminar de hacer todavía, o el peso de la responsabilidad de crecer y ser una buena persona y todo eso. Las manos, se aprecia, son desproporcionadas. Qué dedos. El flequillo es maravilloso. Voy a decirlo otra vez: maravilloso.


Ahora la publi, por qué no. En la web de Mahalta y en su librería favorita. Ea. 


https://www.mahalta.es/producto/mala-fe/

23.7.25

Una inminencia

UNA INMINENCIA 


Qué claridad preludia la sombra 

al precipitarse en la tarde 

como un pájaro ya entero ala

en su desatino de azul, 

en su temblor sin dueño. 

Todo es fulgor, 

noticia de un milagro. 

Asombra que no aturda 

lo sublime contemplado. 

Es clamor la luz si se la nombra. 

La palabra apenas percute la piel del aire. 

Está ofrecida la verdad en puro goce. 

Cunde, avanza, se entusiasma y clausura. 

Se desdice el ocaso. 

Cierras los ojos. 

El paisaje te mira. 

Acaece el amor

con terco embeleso de íntimo arrobo

manuscribe la terca 

levadura de lo extraño.

El amor de pronto horizonte 

para que los días broten 

y el poema exista.


ECDM 23/07/2025

21.7.25

Teselas

 A mi amigo Pedro le fascina la palabra tesela. Me lo dijo una vez y me he acordado hoy. No siempre tiene uno memoria, es el olvido el que ejecuta su oficio con más dolorosa (a veces) eficacia. Hay palabras que dicen más de uno mismo que parlamentos enteros. Por eso las pronunciamos con una especie de pudor. Como si revelasen de nosotros lo que no conviene. Como si abrieran un secreto o dejasen todas las puertas del alma abiertas y dejásemos que la realidad las rebasase. Palabras que tutelamos como tesoros. Quizá no tengamos otros. Somos las palabras con las que descerrajamos el himen fiero de lo real, que no se sabe bien qué es. Como cuando de niño descubres un juego y lo conviertes en el centro del mundo. Así son las palabras. Las hay que te poseen y hacen que todo gire alrededor de ellas. Sucede, aunque no te percates. El poeta tiene conciencia de las palabras. Sabe qué peajes exigen, conoce el veneno dulce que apresan. La vida duele, las palabras duelen, pero alivian, sanan, hacen que el trayecto sea vivido. 


Escribo esto en el patio de mi casa escuchando a Nina Simone. La felicidad viene de las palabras, de las historias que las palabras van trenzando. Cuando las escuchamos, si estamos de verdad atentos y nos cautivan enteramente, se interrumpe el dolor, se vacía el caudal del daño que nos produce. No es un cese completo. El dolor vuelve siempre. Lo que importa es la voluntad de administrarlo. Y lamentablemente no siempre sucede, no es posible en cualquier circunstancia gobernar lo que nos rebaja. Tampoco en eso estamos educados. En aceptar las inconveniencias, en consentir que la vida vaya en serio, como decía el poeta, y nos zarandee y malogre todo lo bueno a lo que aspiramos. Creo que me toca. Le diré al doctor cuando lo vea, habrá que ir un día para que tal me comporto, que he sido un niño bueno y me he tomado todas mis pastillas. Me dirá que no habrán sido suficientes. No podré, como hacía magistralmente Berlanga, colar en la conversación la palabra austrohúngaro. No vendrá al caso. No sabré calzarla bien entre las demás palabras. Ni tesela, Pedro, ni tesela, pero qué bonita es. 

20.7.25

El odio

 M. tiene a veces la ocurrencia de contarme qué ha soñado. Lo hace sin retraso, por miedo a que la realidad borre la historia y luego no tenga manejo en el relato. Cuando se ha explayado a gusto, descansa, se pierde, puede estar días sin contar conmigo, sin que se precise que yo lo escuche. Al airear el sueño se le ve feliz, aprecia vivamente que yo esté al tanto de ese sueño recién compartido, se sabe a salvo. Anoche soñó con un compañero de la infancia, M., un niño ruso incrustado en la España de los setenta, me ha dicho.

«Es un sueño en el que ha estado a punto de pasar algo terrible, Emilio. Te lo voy a contar. Procuraré dar con los pasajes relevantes, eso no estará en mi mano enteramente. Empieza con la palabra odio. Como una cicatriz. Como un paisaje que se desangra.  Nunca he odiado. Nada hizo que yo recurriera al odio. Nada malo que me haya sucedido me ha llegado tan hondo como para alojarlo y dejar que madure ahí adentro y me lastime. Porque el odio hiere a quien lo produce. A lo sumo, he manifestado mi ira, que es una versión doméstica y llevadera del odio y la he verbalizado o la he convertido en un gesto o en varios.

Debe ser raro que no haya nada que odiar. Se pueden odiar los lunes o el reguetón, pero igual ni merece la pena aplicarse con empeño, volcar las facultades intelectuales que uno tenga en razonar esa inquina, ese roto. Tendría que probar. Igual el odio curte, precave contra las tropelías del mundo, contra sus desmanes, te guarece, te da un asilo o un ataúd. De pequeño, es posible que odiara a M., del que no sé nada hace cuarenta años, tal vez más.  De haber podido, si se hubiesen dado otras circunstancias, lo hubiese odiado, no sé qué habría tras el odio. Creo que es mejor odiar a alguien que cogerlo del cuello, zarandearlo y revolcarlo en el patio del colegio, sin que te importe estar a la vista de los maestros y de los compañeros y que tu madre acabe en un despacho para que se le informe del animal que tiene por hijo.

De pequeño, fui un animal contemplativo. Porque no odié a M.: aun mereciéndolo, eso pensaba yo entonces, no lo hice. Que recuerde, me reprimía. Avivar el odio hace que ni el odio se aprecie, que se incruste en la epidermis y con terca suavidad acceda a la sangre y fluya como si tal cosa. Vincular el odio al otro, al de afuera, al que acaba de llegar o al que no tiene un libro de familia limpio de extranjerías, hace que ni los de aquí podamos convivir sin sospechas de que alguien podría tener esa sangre cruzada, revuelta, contaminada. Como si el odio se decantase por meras circunstancias cromáticas o lingüísticas o religiosas. Como si odiar o amar no proviniesen de la misma frágil y privada intimidad de cada uno. Porque no hay nadie aquí que sea puro, nadie cuyo árbol genealógico aguante una purga.

Lo único puro es el azul del cielo o el del mar: lo demás es caos, es sangre sin brida ni seso. Las ruinas de las ciudades de la tierra no deberían tocarse nunca. El cielo no tiene escombros, ni el mar. Cuando haya paz se debería acordonar el paisaje devastado y dejar que sea pasto del tiempo y los poetas registren cómo crece la hierba y empiezan a izarse los primeros árboles. Que nadie entre, pero que todos la miren. Que sea la evidencia de la maldad de los hombres. Que ilustre a los que vengan sobre lo perturbados que estaban quienes las redujeron a ceniza.

El mar no conoce la ceniza. Ni el cielo. Es el polvo lo que quedará al final. No hay nada que añadir. Da una tristeza muy honda la contemplación de los escombros. Sin entrar en quiénes son los buenos y quiénes los malos, las guerras son lo contrario del arte o de la vida. Pierden las ciudades, pierde el hombre, pierde el arte. No hay quien sostenga un solo argumento que justifique ese holocausto. La misma palabra holocausto, en su firmeza fonética, carece de justificaciones. Hay palabras que no deberían haberse inventado nunca. Holocausto, hecatombe, hambruna, horror. Es curioso que todas lleven hache, que es muda. No ha dejado de haber conflictos en los que se ha certificado la vesania del hombre. Ciudades rotas, abrasadas, borradas. Vistas cuando la población se ha marchado, observadas fríamente, parecen un escenario cinematográfico. La propia guerra, sin fijarse en su parte verídica, en lo tangible de su desmán, es una especie de representación teatral, estricto simulacro.

Lo malo de que la ficción lo impregne todo es que no sabemos mirar la realidad con el respeto y la dignidad que merece. A todo le asignamos una cuota de tragedia. Parece una de esas frases con las que se abren las novelas fuertes, las duras, las que, conforme se leen, se cuestiona el estado del bienestar y la paz con la que conciliamos el sueño cada noche. No sé muy bien qué sentido tiene hablar de ciudades muertas. Porque hablar de los muertos es una costumbre antigua. Hoy miramos la ciudad. Nos fijamos en los agujeros que han dejado los bárbaros en las casas. No han podido deshacerla del todo, reducirla a cascotes, como quien dice. No hemos aprendido nada en todos estos milenios de convivencia. Estamos peor que al principio. Entonces, cuando todo comenzó, no había odio. Ahora el odio avanza como la peste. Gana adeptos, se curten en las batallas, escriben su discurso desquiciado, se creen legítimos arquitectos de un nuevo orden, pero es odio, puro y visceral odio, el odio que no se para cuando se ha cobrado la pieza y sigue arañando, hurgando, desquiciando la piel y la memoria de las cosas.

No hace falta que la piel alerte sobre la procedencia del odiado, ni el modo de hablar o de ocupar las calles a la caída de la tarde, cuando paseamos y damos la sensación de que todo funciona bien y nadie es menos que nadie, que unos tienen más derecho a pasear que otros, que los del terruño no escrituramos nada y que, por mera supervivencia, todos nos hemos ido buscando un hueco en la tierra, un lugar donde amar, trabajar, traer hijos al mundo y morir, qué remedio, en la creencia de que ese fue nuestro hogar y de que la vida nos trató bien. Yo no sé por qué mis padres no cogieron las maletas y se plantaron en el extranjero. Los del niño ruso lo hicieron. Le echaron coraje. No pensaron en nada. En irse tan solo, en buscar un hogar en el que morirse. El racismo es la evidencia de que se ha leído poco o de que se ha leído mal o de que no hubo quien nos contara que aquí cabemos todos o no cabe ni Dios, como cantaba Víctor Manuel. Tú sabrás qué canción es, Emilio.

Más que alentados, jaleados, los agitadores (me ha dado por usar ese sustantivo, pero podrían haber reparado en la conveniencia de reemplazarlo por cafres o bárbaros o miserables), han sido reclutados. La milicia es ciega, eso lo sabemos. El soldado es una herramienta torpe, pero práctica, y determinativa y también insensible. No hay quien agreda a quien no conoce, salvo que lo hayan adiestrado y contado que él es el elegido y el otro, el apaleado, el masacrado, es una pieza secundaria, un intruso, un advenedizo. No hay con qué justificar el odio, aunque la sangre se desquicie a veces y uno sueñe lo que no querría, lo que no podría más tarde contar. Lo que alarma en toda esta desgracia del odio es la ignorancia de los que se tapan la cara y esgrimen la violencia. Porque una cosa va con la otra: enmascararse, tirar la piedra y apartar la mano; actuar anónimamente (en redes, en las aceras) y creerse salvadores de algún mundo que esté por venir, en el que todos seremos iguales, de buena crianza, qué sabrán ellos, puros y de patria recia, educados para que ninguna otra educación se imponga a la suya.

El odio es como el amor. Lo dice Lord Byron. Tal vez incluso sea más duradero. Se ama o se odia atropelladamente. El hecho de que todavía me acuerde de M. le da la razón a Lord Byron, ahora que lo pienso. Habré olvidado a otros compañeros de clase, incluso a los amigos de entonces, con los que compartí juegos y confidencias, pero él perdura, ha logrado mantenerse a flote en el proceloso mar de la memoria. Está ahí, aunque no le haya echado el ojo durante mucho tiempo, pero ha bastado pensar en el odio y acudir él, como si pudiera retomar la trama de la infancia, la que no cerré, la que no convertí en una pelea seria en el patio o a la puerta del colegio. Permanece en la memoria porque no le rompí las gafas o porque él no me rompió las mías. Se olvida lo que se zanja, lo que se cierra.

Hay libros que decides no continuar y afloran de vez en cuando en tu cabeza, parece que pidieran ser retomados y no continuar en ese limbo de las cosas inacabadas. A M. le pasaba eso. Debí pegarle una buena tunda de palos, ya sabes que los niños se dan de hostias sin que comparezca razón alguna, debí odiarlo sinceramente hasta que, llegado el momento, el odio se manifestara como he visto en otras muchas veces, pero uno no es así, por desgracia, creo que por desgracia, funciona de otra manera. O me educaron bien o mi voluntad, que rehúye tradicionalmente de los enfrentamientos, decidió no involucrarse, no bajar al campo de batalla, no romperle la cara a M., no podría. Es tan poderoso el odio que ni siquiera recuerdo lo que lo animó, qué hubo tan terrible que lograra activarlo. Por más que me esfuerce, no logro esculcar el daño causado, el que no fue derribado por los años y perduró secretamente, como una semilla oscura, como un deseo que no ha sido realizado.

El odio es uno de esos deseos que nunca hemos cumplido. Es, de lejos, como dice el poeta romántico, el placer más duradero. Los otros se desvanecen, se degradan o incluso desaparecen abruptamente, pero el odio hace casa en el alma, la conquista y la hace suya, aunque no se exhiba mucho, ni se aprecie que mora en ella, larvado y a la espera. Lo bueno es que no tengo ni idea de cómo sería hoy en día M., mi amigo ruso. En mil novecientos setenta y tantos, era delgado y con cara de pobre de la extinta Unión Soviética. Podría haber sido marroquí o senegalés. M. era un niño ruso incrustado en la España de los setenta, en un patio de un colegio. Me pregunto si él habrá soñado alguna vez conmigo, si me guarda algún rencor, si me odia, si ha fabulado la posibilidad de que yo lo tumbara a palos o siga pensando en él, maquinando el cierre de la afrenta. Hay cosas que uno no gobierna. La cabeza es un instrumento del mal, el corazón es un cazador solitario, que dijo otra en una novela que leí hace mucho”.

17.7.25

El hueco para leer

 


Leer lo que otros pensaron hacen que pensemos como si no fuésemos el ombligo del mundo, dicho de una manera brusca y orgánica. Hay males en el mundo que rivalizan con el nuestro. Incluso amores que derrotan todo el amor que nuestro corazón pueda sentir. No hay nada que no hayamos hecho en esta vida que no haya sido escrito en un libro. Da igual qué pensemos o qué hagamos: seguro que es parte de la trama de una novela.


Leer sirve para que nuestra ignorancia no vaya a más. Porque ignoramos, por más que leamos. De no hacerlo, de no perdernos en un libro, cavamos una fosa más honda y nos metemos ahí a esperar que el tiempo acabe o que el mundo se detenga o que los bárbaros con sus cimitarras de hierro expolien la luz y saqueen los corazones puros. Los libros, incluso los malos, nos salvan del caos o nos arrojan a él. Es preferible elegir el mal que esperar a que él nos elija a nosotros. A veces, en algunos libros que he leído, he sentido esa punzada, la del desencanto o la de la tristeza. ¿Entonces un libro puede curar a quien padece un trastorno psicológico? Imagino que sí: lo hará a su manera, escogerá qué partes te dejará como nuevas y cuáles no tocará. No hay libro que te sane enteramente, pero no hay ninguno que no te alivie algo si permites que te roce o que te abrace, que se te impregne. Los libros son marcas en la piel del corazón o de la memoria .


La neurociencia dice que el cerebro aprende a través de las emociones. Quizá resida ahí la manera en que leer cura más que correr o que tomar ensalada antes de dormir. Por otro lado, hay quien no lee jamás y tiene las ideas claras y las emociones limpias. No hay fiabilidad en este tipo de cosas: se puede vivir al margen de los libros y tener la felicidad que no tiene quien los devora. Tengo amigos que están en ese lado y no me atrevo a hacer ver que padecen un mal del que yo me considero libre. Lo que no tienen es el refugio al que yo acudo cuando lo necesito. Otra cosa es que esa necesidad sea diaria o que uno se abastezca sin que intermedie necesidad alguna. Uno de ellos, del que no diré nada más, lee para coger el sueño. Coge alguno libro de la estantería, se lo lleva a la cama, se acomoda bien con el almohadón a la espada y busca el lugar por donde lo dejó anoche. Me confiesa que tarda un par de páginas en caer rendido. Le vence el cansancio del día, derrotado. Este amigo no precisa medicación para conciliar el bendito sueño. Lee un libro al año, pongo por caso, pero le procura el consuelo que a veces a mí no me proporcionan los veinte o treinta o cuarenta que leo en ese tiempo. Algunas de mis noches son lo suficientemente largas como para envidiar ese uso bastardo que mi amigo le da a los libros. Los días terribles, los que a veces lo son, me parezco a él más de lo que me gustaría: caigo a la quinta página. Tal vez sueño que continúo la lectura. Prefiero pensar que en mis ensoñaciones prosigo la lectura cancelada. Se produce así un texto doble: uno funciona en la realidad; otro, más enigmático, ocurre en mi imaginación.


Son las palabras las que curan. Ellas hacen todo el trabajo. Se arriman unas a otras, buscan la posición más idónea y montan un cuento o un poema o un ensayo sobre la libertad o sobre las ningad en los ríos mitológicos. Las más osadas, las que tienen más coraje o disponen de más tiempo, construyen novelas, pero no hace falta que estén impresas o que las contenga un libro. 


También curan las palabras que decimos y las que escuchamos. Uno cuenta lo que le pasa o escucha lo que le pasa a los demás. El modo en que esas palabras confortan no es nuevo. Somos las historias que nos cuentan. Mientras que las escuchamos, el tiempo se encorva, se aligera, se expande, se fragmenta, se comba, se alarga. Hay libros en los que incluso desaparece. No creo que todos sirvan para ese propósito. Yo he visitado algunos. No todos son recomendables: los libros nos eligen a nosotros de alguna manera. Hay autores que idearon su historia para que tú la leyeras. Conforme entras en ella adviertes ese regalo que te hicieron. Mientras que la lees, no tienes constancia de que otros estén haciendo eso mismo que estás haciendo tú, leer. El cine es una actividad comunitaria, pero la literatura es un acto íntimo, uno privado como pocos. Nunca se necesita a nadie para leer. Nacemos solos, morimos solos y leemos en soledad. 


Hay palabras que contagian en el momento de escucharlas un amor sincero y puro al lenguaje. No hace falta que uno sea un filólogo: basta que el sonido penetre y se produzca ese prodigio que consiste en el matrimonio absoluto entre el símbolo y lo simbolizado. Una de esas palabras es "letraherido". Proviene del francés y luego fue el catalán el que la difundió hasta el volcado al castellano. El lettreferit es un obseso de las letras, un amante empedernido de la palabra escrita. Tengo algunos amigos letraheridos y otros que no lo son en absoluto. En el término medio, en la bondad de la mesura, está el lector que no padece herida alguna y lee sin que eso malogre ninguna otra actividad que le concierna o que le arrime un placer que, caso contrario, no disfrutaría o vería francamente mermado. 


Leer como quien pasea o sale de terrazas o ve películas de la RKO o se cepilla los dientes tras al almuerzo o se asoma a la ventana y ve pasar coches antes de irse a la cama. Cosas de todos los días. Quizá bastara eso. Que leer fuese algo incorporado a lo diario, sin más alharaca. En lo que me concierne, leo a bocados, de manera convulsa a veces. Soy un letraherido que contiene el manantial de la sangre para que vivir no sea únicamente leer, pero ay, si faltara. 


 Leo cuando encuentro el hueco. Es el hueco el que organiza las lecturas. Tendríamos que rebelarnos contra la dictadura del hueco, pero no hay manera. A ver si leo algo que me ilustre. De entrada, nada más comenzar mis vacaciones, me he tirado a los clásicos. Estoy con El corazón de las tinieblas, con Conrad. Y ya estoy viendo al coronel Kurtz al final del Mekong, pero eso es una contaminación cinematográfica. Que lean mucho. Que encuentren el hueco. También que escriban. Da escribir lo que a veces leer no consigue. Se escribe para no estar solo o para que puedas hablar sin que te interrumpan o para hacer de dios e imponer a la realidad una realidad que la reemplace y, llegado el caso, incluso la cancele. Sabemos que se lee poco, aunque se escriba mucho, y no sé si esa constatación entraña un problema que, a la larga, será insalvable: el de los escritores escribiendo para los escritores, el de unos pocos lectores sin anhelo de escribir convertidos en una especie anémica, singular y, con colmo, extraordinariamente excéntrica. Yo, de momento, leo, escribo. Ignoro que sacrificaría si fuese conminado a elegir. Ayer hablé de eso con Paco Caro. La charla, enorme, amena como siempre, terminó ahí. Antes de concluirla, con el perro de Paco a buen ritmo, hablamos sobre el futuro del libro. Tiene. 

16.7.25

El fantasma y la máquina

  A veces comprende uno el funcionamiento de la máquina, sabe cómo respira, la manera que tiene para no excederse, guardar fuerzas o exponerse al roto que la haga desistir de su naturaleza mecánica, de su inercia sin alma, pero lo normal es no poseer propiedad alguna sobre su comportamiento. La dejamos hacer, no hacemos cuenta de ella, sólo la revisamos cuando pierde el brío conocido, fuelle, decía mi padre. El cuerpo es la máquina de la que se surte la construcción de todas las demás. Esa evidencia no lo coloca en una posición de preeminencia. Cuidamos más el motor de nuestro coche que el genuino y original, el traído sin posibilidad de recurrirlo, con el que trajinamos la existencia. En cuanto se para uno a considerar si le damos el afecto que merece o lo maltratamos, encuentra con qué distraer esa ocupación incómoda y prosigue la inercia, la falta de cuidado en ocasiones, el frenético trasiego de las cosas. No sé si cuenta excederse y acomodarlo a cuerpo de rey, confiarle las más altas atenciones, desoír la sirena del vicio y reprimir cualquier placer que lo debilite o enferme. Cuánto mayor es el celo que le aplicamos, más se rebela, con mayor afán requiere su ración de veneno. No hay mesura ni consolación. Se quiere vivir más, se tiene el anhelo de alargar la residencia en la tierra, de que la máquina se perpetúe en su cabal desempeño. No hay un prontuario fiable que ilustre y acomode la realidad al deseo. Hay vidas cortas a las que se les ha agasajado con delicias y con venturas que algunas vidas de más largo recorrido ni han sospechado. Las hay milagrosamente extensas, desocupadas de algo que se parezca de verdad a una vida. Fascina la virtud de quien matrimonia el fondo y la forma, la duración y la excelencia. Como no podemos ser sublimes sin interrupción, como dejó escrito el poeta, habrá que ser sublimes a ratos, arrogarse la facultad de deliberar privadamente la cantidad de venenos que ingerimos. Los hay nocivos sin discusión y también los hay permisibles, administrados con ingenio, no vaya a ser que el abuso impida la costumbre de repetir su visita y se nos expulse antes de tiempo del paraíso. De la vida se va uno con armonía o con aflicción, según se haya usado su regalo. Me dijo hace un par de días mi amigo P. que los años que cumplimos son siempre un privilegio. Ese es nuestro don, recalcó. A veces P. ha usado la amistad grande que nos une para aconsejarme que deje de fumar o haga más ejercicio del que hago, aunque vaya al gimnasio varias veces a la semana y dé mis paseos por la periferia del pueblo. Siempre le escucho con atención, si bien no siempre doy oído para lo que no acaba de convencerme. Mi madre, qué no hará una madre por un hijo, insiste hasta el desmayo en que no beba ni fume. Tu padre no fumaba, se miente. Era hombre de no excederse en nada, pero de no afear las invitaciones que uno festejadamente se hace o permite que otros promuevan.  En cierta ocasión, M. me confió el dolor que le causaba llevar a rajatabla un régimen estricto en la alimentación del que saldría un M. más sano, con más posibilidades de durar más tiempo. Era eso. El tiempo. Como si su gobierno dependiera únicamente de sus desdichados (perplejos)  usuarios. Como si hubiese certeza de que algo que pudiéramos hacer para que nos asistan sus favores estuviera en nuestra mano. M. siguió engordando, por cierto. Lo veo poco o casi nada. Las distancias, tan estrictas, dificultan ese encuentro. Charlamos por teléfono, pero yo soy cada vez menos de extenderme sin tener cerca a la persona con la que hablo. Y se va dilatando el tiempo de las ausencias. Todos esos amigos que se desvanecen, aunque estén y uno cuente con ellos cuando se les precisa. El desenlace, ominoso, no debería contar, por más que uno se afinque en vivir y persevere su afán por alargar la estancia en la tierra. Morir debe ser fácil, todo el mundo lo hace. Y cuando el cuerpo finaliza su trasegar, qué decir del alma, cómo saber si ella sucede sin que haya nada que la contenga y permita saber si somos algo más que vísceras, huesos y músculos.

15.7.25

Far west




Vivimos en el Far West. 

No lo duden ni un momento. 

Gobierna el sheriff, 

se frota las manos el predicador, 

hace caja el tabernero 

y entran a caballo, asalvajados, 

los fuera de la ley.  

Añadan pistoleros a sueldo, 

putas, borrachos y un juez 

impostor y ávaro. 

Que nos dirija John Ford, por lo menos.

14.7.25

Tristeza magenta uno once


 tristeza magenta uno once


esta caligrafía rota sin bruma ni mordisco se hace polvo de estrellas, se hace escritura, brújula para túnel o fábula, un pequeño incendio bebop que vence la oscura, la quemada historia de las palabras y asciende la tarde hasta pesar como un adjetivo sin romper todavía, un adjetivo del tamaño de un niño que gime en un sueño, los adjetivos tienen la vida interior de la que a veces carecen quienes los manuscriben en una servilleta de un bar de copas mientras suena el amor supremo de john coltrane en un solo que parece provenir de la panza de una ballena o del áspero fluir de una hormiga, entonces miro hacia el adentro de la propiedad más oculta del tiempo, miro con vocación de pájaro que otea, me queda toda la vida para desabotonarme del todo y tumbar mi cuerpo en la intemperie infame de las horas, todas matan, dicen, la última hora debe ser la hora de la poesía, morir tal vez después, morir debe ser entregar un último verso, en ti todos los versos se parecen a un único gran verso con sordina, oh, john coltrane, tocas my favourite things en la panza de la ballena, en los cubitos de hielo del alma, como jonás el profeta escuchando la voz de dios ir y venir, como el verso abierto con el que el universo celebra  su festín de secretos, un pequeño incendio acecha en las avenidas, en la fronda del bosque de piedra antigua, en los índices de las novelas de amor, en las calles del sector sur en córdoba, en la playa de mil novecientos setenta y ocho, mi abuela cuidando de que no falte ningún nieto, estqmos todos, mi prima rosa, mi primo paco, mi primo rafa, mi primo juan, mi prima maría luisa, mi prima ana, estamos jugando en la arena, recuerdo a mis primos riéndose como si fuese la primera risa depositada en el mundo, reírse es negar a dios, el que se ríe no le teme a la muerte, no tiene que pensar en cómo se salvará, en los dones de la eternidad, en la luz mortecina de los sótanos o del mar, en quién vendrá a echarle una mano cuando el agua le llegue al cuello y los pulmones cuenten batracios, naufragios, borrascas, gusanos, pequeños pecios de espuma sin aire, reírse es una síncopa con colmo, un arpa terrible en las honduras del viento donde el dolor barrunta preámbulos de la misma muerte, y está aqui la mañana espléndida y las nubes son un animal quietísimo, no tengo nada con lo que consolarme, anoche soñé que la ballena me daba un bocado, zampado el poeta, convertido en plancton lírico, en luz mordisqueada, en fábula sin fuentes, estamos en un vértigo de niebla, le digo a dios, le hablo con el alfabeto de los árboles, estamos los dos apedreando perros, mintiendo en los púlpitos, él tiene la barba blanca, yo tengo la barba blanca, escribo porque pronto olvidaré lo que digo, porque john coltrane me escolta, porque la ballena me viene grande, porque el día sucede sin que se descuide la luz y contradiga su antiguo oficio de flecha, porque duele el hombre y está hueco

Los justos / Borges, VI


 Todo acaba por ensamblar, cada pequeña pieza, los pecios de un naufragio universal convocan la unánime contemplación de todos los dioses del azul majestuoso en la alta bóveda del cielo. El jardín, la música, las etimologías, el ajedrez, los colores y las formas, las tipografías, los tercetos en un canto, el animal que duerme, el mal cuando se entiende, Stevenson, la razón ajena... Cualquier manifestación de la sangre del mundo pulsa la piel del aire y lo estremece. Cualquier hombre que cuida un jardín es Voltaire. Quien escucha música la ejecuta en su corazón. Las palabras tutelan el peso del mundo. Yo agradezco que en la tierra haya Coltrane y Machado. Que quepa en un verso la infinita concatenación de causas y azares que trazan el mapa de la esperanza. 

13.7.25

El hilo invisible

 Uno peca por desconocimiento. No se tiene un prontuario de faltas. Algunas en la que incurrimos no las advertimos, obramos con cándida ignorancia, sin deseo verdadero de caer en ellas. La mayoría de las veces no se peca adrede, no interviene la voluntad de esa delincuencia del espíritu: son los otros los que nos explican la falta que cometimos, no advertida por quien la comete, no por el que atenta contra los preceptos de la moral o contra las leyes de la iglesia. La moralidad es una construcción frágil, no se ha avenido nunca a un consenso, se ha redactado con caligrafía ilegible, con intereses bastardos, con propósitos extraños. Es más fácil pecar en domingo, que es cuando el creyente va más obligadamente a misa y se expone con mayor riesgo a que le reprendan o a que se le exhorte a que confiese sus distracciones espirituales o sus perversiones más íntimas. El acto de contarle a un perfecto desconocido lo que consideras que hiciste mal denota un entusiasta desprendimiento, una disciplinada creencia en la bondad de las personas o en la diligencia de Dios al escucharte. Creer que esa persona es el medio por el cual se te perdonarán tus excesos es una especie de licencia poética.

Siempre pensé que podría arrimarse el mismo Dios y escuchar lo que le confío, no un intermediario, un improvisado escuchante de las miserias que te ocupen el corazón y deseen íntimamente ser sancionadas y más tarde condonadas. Mi pecado lo conoce otro, mi pecado no es una cosa ya enteramente mía, pensarán los pecadores.  Si he obrado de mala fe (suele decirse así) o he cometido alguna acción contraria a las leyes divinas o las de los hombres, uno podría sincerarse con un amigo o con un familiar, alguien a quien aprecie o de quien espere un buen consejo o un consuelo. El hilo invisible que une al sacerdote con la divinidad es sustancialmente otro al que me une a mí con ella, podría también pensarse. Todo ello en el caso de que exista ese hilo u otro de más arduo procesamiento: el de si existe la divinidad.

Un amigo mío, al que veo poco o casi nada, decía que no tenía conciencia alguna de que pecaba hasta que pisaba una iglesia. Era ahí en donde se le venía abajo la felicidad (ilusoria y frágil) que había creído tener de lunes a sábado. Éramos jóvenes entonces y ya empezábamos a contarnos las cosas del mundo a nuestra inocente manera. Se nos ocurría invitar a Dios a la charla, nos ocupábamos muy seriamente de su presencia, ya fuese para abrazarlo (era una opción) o de repudiarlo (era otra, tal vez más aplaudida o aceptada). Todos somos teólogos y no se precisa el concurso de la fe para ejercer dicho cargo.

A Borges le fascinaba esa voluntad mística. También a Chesterton, que recuerde ahora. La ciencia (decía el bueno de Chesterton) es como una suma: es exacta o es falsa, no existe un término medio que podamos usar, ni propósito al que pueda servir. La fe, bien al contrario, no trabaja con la verdad o con su reverso: se limita a persuadir o a convencer y luego hace el resto del trabajo hasta que toda el ser persuadido o convencido cree de un modo infatigable, ajeno al decaimiento, sólido como una viga de hierro que creciese voluntariosamente hasta el mismísimo cielo. Su maquinaria es secreta; su desempeño, inasible. Chesterton decía de sí mismo lo que yo estaría más que dispuesto a decir de mí ahora mismo, si me lo pidieran: soy una persona falible, soy de una simpleza rayana en la estupidez. No hay otra manera de manejar estos asuntos si no con la humildad del que no sabe o con el respeto del que, por mucho que crea saber, reconoce que no sabe nada aún todavía.

Admiro a quien se confiesa en la certeza de que hay un hilo invisible que se iza mágicamente a las alturas inmarcesibles y que Dios lo escucha a través de las orejas de un señor que, circunspecto y cariacontecido, un profesional en lo suyo, imagino, se apresta a ser el depósito de todo ese mal recién vertido, como si fuese un desagüe emocional, una especie de sumidero del alma. Hay cosas que no entiendo, de las que tal vez debiera no hablar o no hacerlo sin dejar antes claro que se está al margen o que sólo se refiere uno a ellas de oídas, sin que exista un vínculo, sin que hayamos sido llamados a comparecer, ni a hacer comentario alguno. Pero sin embargo está uno decidido a no estarse quieto y basta ver al párroco atender a su feligresía para que vengan a la memoria las charlas de la juventud, cuando Dios era una autoridad y se hablaba con reparo de sus cosas.

No hay palabra que haya peor usada que Dios, no ha tenido casi nadie prudencia a la hora de mencionarla, se ha tomado (con el dolor de los fieles) su nombre en vano. No son esas las cosas en las que ahora deseo pensar. Sólo he pensado en Borges y en Chesterton y en ese amigo que decía que la misa era una cosa de domingos, siempre que te trajearas bien (no siempre es así, en eso no estoy de acuerdo enteramente con él) y que llevaras un buen manojo de pecados con los que participar en el festín del espíritu. Siempre hay alguno del que informar, siempre está el alma al borde de precipitarse en el caos, siempre hay un infierno que nos invita a que visitemos sus estancias.

Mi infierno es el previsible, no únicamente mío, distinguible del ajeno, ocupado por distintos demonios o huérfano de los mismos ángeles. No hay quien se haya librado de portar el suyo. Por más que el deseo de zafarse de su abrazo es legítimo, él acude y nos arruina la esperanza. De él podría contar la intimidad de sus moradas, la elocuencia de sus imágenes. Me asaltan a su antojadizo capricho, las desoigo al aprendido mío. Sé de su ardor y él de mi paradójico deseo de no hacer aprecio al fuego con el que me amedrenta. Es de lejanías ese fuego, de humo que no nubla en exceso la mirada. No creo haberme descarriado en demasía, aunque convenga y hasta se anhele cierta incorrección, un pecar con entero dominio, un confiar en la levedad de la amonestación que se nos aplique o, caso de que sea severa, no tener que sufrir más de lo esperable.

Todo exceso engendra un peaje. Algunos, los de índole espiritual con mayor empeño, desangelan inextricablemente el ánimo, nos abaten con su tañido luctuoso de campanas. Las del infierno son de imaginería del rock, me atrevo a consignar. Doblan por todos, añado sin originalidad. La campana es una llamada. Hay invocaciones deliciosamente poéticas en las Sagradas Escrituras, invocaciones de la judicatura del alma apetente de fe. He aquí un detalle: “Tenme piedad, oh Dios, según tu amor por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame”. La adquisición de la pureza es ardua y, pensada con cierto egoísmo, inútil.


12.7.25

Dos

 


 Finjo que soy un alienígena que ha ocupado el cuerpo del primer terrestre que ha encontrado, que he resultado ser yo. Actúo sin oficio, un poco a locas, porque es la primera vez que un alienigena habita en mi interior. Aún así, creo firmemente en la mudanza y me siento otro, aunque sea el mismo; interferimos lo justo uno con el otro, él me deja progresar en lo alienígena , en lo más suyo, y yo le permito manejarse en mi desempeño humano. Él me deja hurgar en su alma y yo le facilito que trastee en la mía. Yo, en esta cohabitación casi metafísica, bebo la cerveza de costumbre, leo el mismo periódico de siempre y me quejo de las cosas de las que suele quejarme habitualmente. Él (entiendo que igual es ella, no tengo certezas aún en esa materia de género) va adaptándose en la medida en que yo lo hago. Soy una vaina cómoda y no creo que presente queja alguna. Ignoro quién tiene más gobierno en el timón de las cosas. Igual es él (o ella) quien escribe esto, aunque teclee yo el móvil bajo este árbol. Mi hijo me pidió que le llevara al cine. He visto la película como la vería un alienígena, y al hijo le he hablado con el candor paternal que despacharía un alienígena al conversar con el suyo. Como no ha expresado extrañeza alguna, le confieso a mi hijo que no soy su padre. O que una parte del padre que soy tiene un invitado, un pasajero. Él añade que tampoco él es Luke Skywalker. Estoy pensando seriamente en dejar de fingir y darle puerta. Un mal padre. La parte alienígena está ganando enteros. Como experimento ha estado bien, me digo por convencerme, pero temo que el intruso pida asilo orgánico y luego no pueda largarlo o que le tome cariño y mañana no le apetezca que yo me tome mi café de primera hora y haga unos largos o retome la novela que empecé (iba a escribir empezamos) anoche. Mi mujer no se ha coscado. La conozco lo suficientemente como para desdecirme. Igual ha encontrado un nuevo aliciente en nuestro matrimonio. Al salir de la piscina vi una nave sobrevolar el cielo de Marbella. No sé quién mira desde cualquier imposible ventana, quién de los dos escribe este relato. 


Desiderátum

Declinar arias de Verdi tras una ingesta copiosa de carne de jabalí, 

convalecer en Wald hacia 1924 creyendo haber visto a Settembrini aleccionar a Castorp,  

crear un pétalo del tamaño de un corazón puro que gima en un endecasílabo, 

enfermar tres días en los que el invierno construya un soneto de amor inmarcesible o el inicio rotundo de una novela sobre amores senectos, 

soñar caballos en la nieve, hormigas en el agua, 

intimar con nínfulas anteriores al crack del 29, 

caer en un agujero donde Janis Joplin mastique libélulas caleidoscópicas, 

volar con absoluto afán por las nubes de Inverness,

escribir la biografía de algún edecán lisérgico, 

invocar el advenimiento de los grandes poetas invisibles mientras el sol se obceca en hacer que el alma fulja, 

leer el Ulises de Joyce en inglés,

tentar el infinito en un abrazo, 

envejecer sin que el tiempo nos lo recuerde, 

arder en un cuerpo, 

saber de Dios al entrar en un cuerpo, 

aprender a nombrar los primores de la luz, 

decirle a mi padre que fui a Madrid a presentar un libro y que me abrazaron los amigos, 

blasfemar con dos gramos de alcohol en la sangre, 

pedir a Borges que escriba una novela, 

convencer a Pedro para que se aventure a escribir literatura infantil,

morir cuando morir no cuente, 

delirar a la caída de la tarde en Inverness, 

extasiarse con el vals que Bill Evans compuso para su sobrina Debby, 

sentir algo parecido a la misericordia frente a las catedrales del mundo, 

recordar el día en que todo era sublime irrigación de lo fértil, concupiscente fervor de la carne, 

hablar con alguno de los padres de la mecánica cuántica sobre la versificación libre en Huidobro, 

escribir vidas de santos en un motel de Wyoming, 

seducir coristas de un musical sobre los años crápulas de Karlheinz Stockhausen, 

razonar con Glenn Gould las variaciones Goldberg, 

despacharme un buen plato de callos con su escándalo de patatas junto a Antonio mientras Jeff Lynne habla por teléfono a su novia adolescente, 

caminar una mañana entera con algún filósofo peripatético para convencerlo a que urda su pensamiento en sedentario retiro, 

ver cuidar un jardín a Emily Dickinson, 

beber tequila con todos los amigos extraviados en un pub de Córdoba que ya no existe, 

descarriar la cordura en la biblioteca de la universidad de Miskatonic,

acabar una novela en la que no hay obispos luteranos, 

cantar Redemption song con Pedro Trujillo sin que ninguno imite a Cash o a Marley,

componer un poemario sobre la perseverancia de los pecados juveniles, 

comprender la elocuencia de los árboles, 

nadar hacia el azul de los años puros.

9.7.25

Una pluma


 Para Efi Cubero, por su alada pluma

Hay asuntos admirables que no cuajan en la memoria, por más que los presencies y reconozcas su trascendencia, por mucho que los consideres tuyos y tengas propiedad sobre ellos. A la inversa, hay asuntos livianísimos que se fijan a ella y de los que no puedes desprenderte, por más que razones su nimiedad, el peso frívolo que cargas al manejarlos, pero entran y salen a su antojadizo capricho, delatan su visita, van aquí y allá y desaparecen, pero no puedes apartarlos de tu cabeza, ni rebajar su presencia. Entre unos asuntos y otros, los relevantes y los banales, bebes café, paseas, escuchas a Bach, duermes, piensas que no estás bien constituido, que algo no se adhirió a tu sustancia vital cuando te arrojaron al mundo y sigues bebiendo café, paseando, escuchando a Bach, durmiendo, por si en una de esas emanaciones del espíritu encuentras sentido al aire y al trayecto que lo aloja en tus pulmones y luego lo expulsa, por si cuadra la ecuación y tienes recursos para despejar la incógnita, pero acude la extrañeza, cunde su fulgor. Y el poeta, criatura tocada por númenes extraños, al pasear, no tiene que haber café o Bach en este relato, ve bajar una pluma del cielo y posarse en suelo, junto a su sandalia. No sabe qué pájaro hizo que su atención reparara en ella, pero la acogió y, como quien lleva a casa un gato descarriado, la hizo suya. Y registró el advenimiento puro de la poesía, que estaba en la pluma rendida por el aire y encontró los versos de otro poeta para que ese instante perdurase y no lo borrara el tiempo o el olvido, serán la misma fugitiva cosa. Son de Francisco Barrionuevo los versos. 


"Una pluma en el suelo es suficiente/ para saber que un pájaro ha pasado/ tratando de encontrar el horizonte."


Ella tiene los suyos. Los poetas tienen con qué levantar acta gozosa del temblor de lo real. 


"Las alas que sucumben en descenso.

Abrasadas de sol y de utopía".


Las alas festejan el vuelo. 

Creer

Fotografía /  Inge Schuster De quien nada sabe se puede esperar el milagro de la clarividencia absoluta. El que ve un color puro y cree habe...