Una oración
No hemos aprendido nada.
Ni a morir, ni a esperar la muerte.
Nada nos conforta, nada nos consuela.
El camino invita a que lo pisemos,
pero no se sabe de dónde viene
ni hay información fiable
sobre el lugar al que va.
Transcurre la sangre en el cuerpo,
ocupa la ciega extensión de su reino.
Sin descanso la horda terrible de las horas
deja un terco rastro de palabras.
Las pensamos, las decimos, las cantamos.
Elevamos a Dios las más hermosas.
En el cobijo de la noche, las pronunciamos
con tímida vocación de susurro.
Le imploramos que las acoja y las escuche.
Creemos que nos salvarán.
Esperamos que nos oiga.
Cansada y ciega la carne, confiamos
en la dulzura del amor, en su condición de ala.
Persiste como la niebla.
Es un reino el suyo de fantasmas.
Pasean en la noche, no temen lo oscuro.
Estamos a lo que nos echen.
Vivimos a espaldas de la luz.
Somos los que fatigan la sombra.
Somos torpemente esos fantasmas
y Dios no escucha los lamentos.
Somos los que fatigan el polvo y la luz.
No se nos termina nunca de confortar.
No nos basta el camino. Ni el cielo basta.
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